‘El monstruo de Florencia’, el caso que aterró a Italia durante décadas, regresa en una serie de Netflix
Una producción de cuatro capítulos recupera la historia irresuelta del primer asesino serial de parejas del país, que truncó 16 vidas y se convirtió en la pesadilla de una nación entera


La noche del 22 de agosto de 1968, en la casa de campo donde vivía la familia De Felice, sonó de repente el timbre. Francesco, el padre, carpintero, miró la hora: las dos de la madrugada. ¿Quién podía ser? Resultaba tan extraño que su mujer, Maria, le sugirió asomarse por la ventana, en lugar de abrir la puerta. Cuando el hombre lo hizo, se sorprendió más aún. Era un niño. Y le dijo algo que nadie debería decir jamás, sobre todo con seis años: “Ábreme, porque tengo sueño y a mi papá enfermo en la cama. Después me acompañas a casa, porque mi madre y mi tío están muertos en el coche”. Arrancaba así la pesadilla de Natalino Mele, que hoy tiene 64. Y la de una nación entera. Aunque Italia solo descubriría muchos años después, y casi por azar, que aquel delito inauguraba la caza del primer asesino serial de parejas de su historia.
Después de Barbara Locci y Antonio Lo Bianco, vinieron siete homicidios más, siempre iguales: los ocupantes de un coche, apartados entre intimidad y amoríos. Misma zona, e idénticas víctimas, dinámica, pistola, proyectiles. El terror real duró dos décadas, hasta el último asesinato doble, en 1985: Jean-Michel Kraveichvili y Nadine Mauriot. Se prolongó, sin embargo, mucho más, porque dejó secuelas en demasiadas familias y en la psique de la población. Algo así como el caso del Hijo de Sam (que mataba parejas en la Nueva York de los setenta) o el Alcàsser de Italia. Morían jóvenes, en busca de libertad y amor. Y, con ellos, se marchó la sensación de estar a salvo. La tragedia sacudió a la investigación criminal, la imagen de la bella e instruida Toscana, el periodismo, el código penal o las reflexiones y costumbres sexuales de cualquier hogar. Nunca apareció, sin embargo, un culpable definitivo. De ahí que aún se le conozca por el único apodo capaz de resumir tanto horror: El monstruo de Florencia. Como la miniserie sobre aquel suceso todavía irresuelto que se ha estrenado en Netflix.
“Un caso criminal siempre va más allá, es hijo de su tiempo. Esta es la expresión perfecta del concepto, su alcance social y cultural atravesó a varias generaciones”, señala el criminólogo toscano Edoardo Orlandi, coautor junto con Eugenio Nocciolini de Nessuno, título tanto de un libro ―editado por Giunti― como de un podcast dedicados a las víctimas del asesino. “Tuvo un impacto enorme en el imaginario de todos los italianos y un eco que permaneció durante años. El miedo, en nuestra región, era palpable. En un momento dado, llegó a frenar la despreocupación de la gente”, confirma Silvia Cassioli, que ha narrado qué se sentía en la Toscana de esos años en la novela Il capro (Il saggiatore).

Hasta entonces, la “camporella”, como se conocía localmente a los romances en un coche, suponía la única vía hacia la pasión lejos de miradas y vetos de los padres. Pero el monstruo volvió menos conservadoras a las familias: mejor que sus hijos se citaran en casa. Se llegaron a organizar quedadas de muchos vehículos, cada uno a lo suyo, con las ventanillas cubiertas por hojas de periódicos, pero todos juntos, rueda con rueda, para sentirse más seguros. Y Alessandro Cecioni, veterano periodista que cubrió el caso y coautor con Gianluca Monastra del libro-investigación Il mostro di Firenze. Ultimo atto (Nutrimenti), aún recuerda el folleto que el Ayuntamiento de Florencia distribuyó en tiendas, estaciones de servicios o paradas de autobuses. Llevaba impresa la frase: “Ojo, chicos”. En italiano, y más abajo, por si acaso, en francés, inglés, español y alemán.
Germanos, al fin y al cabo, eran Horst Wilhelm Meyer e Jens-Uwe Rüsch, liquidados en 1983, única pareja homosexual de entre las ocho. Aunque, a la sazón, hasta en varios medios hubo pudor de decirlo. Homofobia, mojigatería y patriarcado suponen manchas menos evidentes del caso, tal vez cubiertas por las de sangre, que ahora la serie pretende recuperar. A Locci, la primera mujer asesinada, se le pintó como una “prostituta”, como denuncia Orlandi: la mirada social se fijó en sus múltiples amantes, en lugar de ver a una chiquilla “catapultada de un pueblo de Cerdeña a un contexto más industrial, con un marido problemático y 20 años mayor, en una situación de pobreza extrema”.
Eran años en los que aún regía el delito de honor, y matar a una esposa en los brazos de otro suponía un atenuante. Así que monstruos, a falta de uno con nombre y apellido, había unos cuantos, como sugiere la serie. De alguna manera, incluso todos. “Los que hemos vivido en ese abrevadero de monstruos que, entonces, parecía la normalidad. Vulgar, sí, pero normal”, completa Cassioli. Pese a su amplia experiencia profesional, Cecioni aún describe con asombro lo que descubrió hace décadas al visitar lugares y protagonistas del caso: “Florencia resultó tener un submundo abyecto. Había mirones que se escondían detrás de telones con hojas pegadas, otros ponían una grabadora bajo los coches, porque les encantaba escuchar. Algunos de los implicados mostraban abismos de incultura y perversión increíbles. Y los periodistas tampoco estábamos preparados. Había casi un deseo de que fuera un asesino erudito, por ser Florencia. Pero los personajes reales resultaron ser espantosos”. El reportero desmonta otro relato que se puso de moda: el horror entre colinas y fincas, justo en el corazón de la hermosura. La verdad, según Cecioni, es que todo sucedió en zonas ásperas de la Toscana. Y nunca en la capital.

“La historia del monstruo de Florencia trae consigo años de juicios donde pareció verdadero todo y su contrario, sospechosos condenados y luego absueltos, el arma usada ―una Beretta calibre 22― nunca encontrada, miles de páginas de actos procesales en las que es difícil orientarse. Y más: testigos clave que se retractan, no recuerdan u olvidan y el imputado por excelencia, Pietro Pacciani, que transforma su juicio en un show”, se lee en el libro de Cecioni. Cualquier italiano recuerda a ese agricultor, el último acusado. Anteriores condenas por asesinato, violación, acoso y maltrato. Frases y reacciones estrambóticas. Parecía el culpable ideal. Lo pensaba el público y lo confirmó la justicia, en primera instancia. La apelación, sin embargo, concluyó que no había pruebas, en uno de los muchos giros del caso. Todavía hoy, aun así, su nombre despierta temores. Y eso que ha fallecido. Tampoco están ya Mario Vanni y Giancarlo Lotti, encarcelados por su implicación en al menos tres de los crímenes. Sí queda la expresión con la que se les bautizó, convertida para siempre en sinónimo de trama sucia: compañeros de meriendas.
Hubo más pistas: la de Cerdeña, la esotérica, incluso de los servicios secretos desviados, como en todo misterio italiano que se precie. Puede que falte solo una: la verdadera. Tampoco existe una muestra de ADN que sirva para encontrarla. “Una cantidad de errores clamorosa subraya la incapacidad de la investigación de afrontar problemas inéditos hasta entonces”, dice Cecioni. Y Orlandi detalla fallos sonados: pruebas perdidas, enturbiar la escena del crimen, cambios de jefatura, de teoría y rumbo. Hizo falta llegar a cuatro delitos para que la policía detectara la serialidad. Solo muchos años después, el crimen de 1968 fue añadido al caso y se convirtió en su origen. Y justo de ahí parte la serie. “A la policía italiana se le daba muy bien identificar y detener a los ‘malos’. Pero aquí tienes a un tipo que sale de casa con una pistola, mata a dos personas con las que no tiene conexión, se ensaña con el cadáver de la mujer y vuelve a su casa. ¿Cómo lo pillas?”, dice Cecioni.
Aún no hay respuesta. Lo que agranda el dolor. El de Natalino Mele, que con seis años perdió en una noche a su madre, Barbara, asesinada ante sus ojos, y a su padre, Stefano (enviado a prisión como presunto autor o al menos cómplice del crimen). El de Renzo Rontini ―padre de Pia, víctima del delito de 1984 junto con su novio, Claudio Stefanacci―, que dedicó su existencia y finanzas a buscar al monstruo: terminó perdiendo también eso, su día a día y su dinero, hasta el punto de que los propios policías le pasaban un vitalicio, como recuerda Cecioni. O el sufrimiento de los amigos de Stefano Baldi y Susanna Cambi, cuyo grupo se vio arrebatada la juventud y se disgregó porque no aguantaba mirar “esas dos sillas vacías”, señala Orlandi, que los conoce de cerca y estos días tenía planeado llevar flores a la tumba de ambos. “Hay historias que ni se pueden contar. Las víctimas son muchas más de 16”, agrega el criminólogo.
Un bum perverso
Numerosas también han sido las reconstrucciones del caso. Y los libros, espectáculos, filmes, documentales y demás obras sobre ello no cesan, con la nueva serie como penúltimo capítulo. Cecioni lamenta el bum de “blogueros, youtubers y gente que habla de ello sin tener ni idea”. Un periodista de la televisión pública italiana inició una relación con la hermana de una fallecida. Morbo, interés social, rigor, denuncia, sed de dinero y el sacrosanto respeto hacia las víctimas, chocando una vez más, en la era del true crime.
“Renovar el dolor de los afectados no es un riesgo, es una certeza. Si lo abordamos desde ese lado, no existen excusas. Lo sé, y por eso siempre evité acercarme a lugares y personas reales”, apunta Cassioli. El silencio de una de las hijas de Pacciani, en un momento del proceso, la bloqueó tanto que no logró narrarlo: dejó la página en blanco. “Tuvimos dilemas éticos gigantescos. Por eso quisimos centrar Nessuno en las víctimas. Las respuestas que hemos recibido han sido ‘gracias’ o ‘por fin”, relata Orlandi, que ahora ha lanzado un nuevo podcast. El caso sigue. El interés espasmódico, también. El monstruo generó terror. Pero lo que ha sucedido después, a su alrededor, también da miedo.
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