‘The White Lotus’, o la identidad como espejismo incontrolable
La tercera temporada de la serie de Mike White sigue golpeando a la sociedad contemporánea desde un paraíso aparente, elevando la apuesta cada vez y constituyéndose en un género en sí mismo, juguetonamente perverso, y delicioso
Mike White es un genio. Al final de la segunda y brillante temporada de The White Lotus (Max), con la inesperada muerte del carismático personaje que interpretaba Jennifer Coolidge, Tanya McQuoid —tan fuera de lugar en su propio ambiente que era uno de nosotros al otro lado de la pantalla—, se temió lo peor. Esto es, que sin el personaje que había hecho de vínculo entre una y otra temporada, sin el personaje que se había convertido en el alma de la serie, la cosa perdiese el interés, al perder lo que se creía que era su espíritu. Nada más lejos de la realidad. Porque fue el espíritu de The White Lotus el que engendró a Tanya, y al resto de huéspedes, tan perfectos, tan poderosamente humanos, complejos, absurdos, falibles y despiadados, que el viaje, siempre, a cualquier resort del mundo, es un placer, y no precisamente por lo idílico del lugar. Aunque también. Porque The White Lotus es ya un género en sí mismo. Uno juguetonamente perverso, delicioso.
El envoltorio es aparentemente el mismo. Un puñado de personajes riquísimos llegan a un hotel de lujo, situado en algún paradisíaco lugar —esta vez, Tailandia, la isla de Phuket—, y en el transcurso de una semana de vacaciones atentan sin descanso contra aquello que creían tener —una vida más o menos soportable, en pareja, solos, en familia—, en un crescendo compartido, que siempre culmina un crimen anticipado en la primera escena, y que mantiene al espectador preso del misterio de una peculiar habitación cerrada —el whodunnit clásico— hasta el final. Y se diría que siempre hay un tema, no tanto de fondo como en la superficie, y que White lo disecciona a conciencia, sumándolo al resto. Porque he aquí lo que hace que el envoltorio sea aparentemente el mismo y no lo sea a la vez: cada nueva temporada añade una capa al salvaje estudio antropológico que The White Lotus, y su crueldad deseable, están llevando a cabo.
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Aquí, el objeto a tratar es la identidad. Y su intento de reconstrucción, o desvío, esto es, cualquier forma de mindfullness, o espiritualidad. Cualquier tipo de salida relacionada con el abandono de uno mismo en pos de algo superior, o etéreo. “La identidad es una prisión de la que no se puede escapar. La construimos, nos encerramos dentro y tiramos la llave”, se dice en un momento determinado el personaje en apariencia más cómodo, o firme, en aquello que representa, Piper Ratliff (Sarah Catherine Hook), una universitaria obsesionada con el budismo, que ha llegado al resort acompañada de toda su familia —madre arpía puestísima de calmantes, padre adicto al móvil y, en realidad, al desastre que ocurre al otro lado del planeta, en su empresa millonaria y fraudulenta, y un par de hermanos que quizá se deseen entre ellos, y a ella—. Pero ¿lo está, en realidad? ¿Cómo estar segura? ¿No es la identidad un espejismo incontrolable?
El despliegue en la construcción de personajes perfectos es apabullante en ese sentido. La manera en que el asunto de la identidad variable se evidencia —esto es, cómo se evidencia qué somos para los demás, y de qué forma eso cambia en función de quien nos observa, haciéndonos cambiar a su vez— también. Desde el “vacío” de Rick —el oscuro y gruñón personaje que interpreta Walton Goggins, que, junto a Aimee Lou Wood, la libérrima y divertidísima Chelsea, casi una versión jovencísima del carismático personaje de Coolidge, forman una extraña pareja—, a la carnicería de un trío de amigas —encabezadas por siempre magnética Carrie Coon— decididas a fingir que no se envidian a muerte, pasando por la suplantación —vuelve Belinda (Natasha Rothwell) y lo hace no como empleada, sino como huésped temporal—, todo te recuerda que somos una mezcla entre aquello que los demás creen que somos y lo que somos en realidad.
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¿Y de qué manera se ensaña White con el wellness? El aislamiento sensorial, los talleres de corrección de postura, los masajes, las terapias contra el estrés, y una pretendida desconexión —”la idea es que estén ustedes presentes, aquí y ahora”— tratan de intervenir en eso que los protagonistas son, y lo único que consiguen es detener, inútilmente, por un tiempo eso que seguirán siendo cuando esa semana acabe. Así que ni siquiera funciona como ficción, sino como mero entretenimiento, un algo en apariencia productivo que tiene el tamaño de un David diminuto frente a un Goliat imposible, el de la sociedad contemporánea, tan centrada en el yo que ha empezado a perderse de vista.
La pequeña historia de amor —realmente idílica— entre los locales —otro fuerte de la franquicia, no perder de vista el mundo que el resort invade—, Mook (Lalisa Manobal) y Gaitok (Tayme Thapthimthong) se vive casi como un spin-off, uno que da cuenta de la indiscutible forma de arte —cada plano, cada canción, cada escena, es la mejor posible— que el genio de White construye una y otra vez. Bendita, y siempre exótica, infelicidad.
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