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Columna
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Un político que no lo parece, adorable Mujica

Ha renunciado a la medicación que podría alargar el crepúsculo del cáncer. Es un fulano que enamora por lo que dice y por cómo lo dice

José Mujica, en 'Lo de Évole'.
José Mujica, en 'Lo de Évole'.
Carlos Boyero

El amor es disparar a la soledad. Lo asegura un hombre de casi 90 años, alguien que ya no quiere medicarse contra ese cáncer que asegura su inminente final. Habla despacio, a veces esa lentitud me hace temer que no pueda responder a las dificultades de la memoria para expresar lo que quieres decir. Pero ese individuo de pasado y presente glorioso es un político que no se parece en nada a los que aseguran que su único objetivo en la vida es trabajar para el bien común, esos falsarios, mediocres, oportunistas, gente prescindible que presiden el presente y el futuro de todos. Lo que cuenta Mujica tiene aplomo y sabiduría, coraje y naturalidad, lucidez extrema. Las pasó muy putas. En la cárcel. Mogollón de años. Como Mandela. Durante siete años no le permitieron leer, una de sus mayores necesidades vitales. Y sabe que el final ya está ahí. Ha renunciado a la medicación que podría alargar el crepúsculo del cáncer. Es un fulano que enamora por lo que dice y por cómo lo dice. Se llama José Mujica.

Le entrevista un tío que se atreve a titular su programa Lo de Évole. Suena a sobrado, a colegueo, a ya sabes quién soy y de qué voy. Podría pasar por arrogancia. O lucidez. Pero resulta que el tal Évole es un comunicador extraordinario (cómo detesto los términos comunicación, relato, tóxico, utilizado por las más poderosas tontas y tontos del lugar). Pero Évole posee inteligencia, imán, capacidad para hacer hablar de lo más íntimo a gente muy diversa. Y también depende de lo que el interrogador quiera y admire a esa gente. Te resulta cercano, se supone que esos trabajos están elaborados en el montaje, pero te despiertan inquietud o cercanía. Incluida aquella entrevista con un asesino profesional en nombre de su patria, al que no le gustaba que Évole le llamara Ternera, un fulano tenebroso que calificaba sus crímenes de acciones y que respondía a su molesto entrevistador con “y punto” cuando los interrogantes le resultaban jodidos.

Y no puedo dejar de pensar en el mortal Marsé de Últimas tardes con Teresa cada vez que me topo con Évole o con el desafiante Gabriel Rufián en medio de la corte de monjas y curas que viven (imagino que muy bien) de la política y de los medios de comunicación. Estos dos para mí son el Gran Gatsby. Pero a diferencia de él, alcanzaron el malecón de Daisy. Les sobra talento y osadía. Eran destinados perdedores que han sabido ganar.

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