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Columna
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La justicia social, ese pretexto y el eterno cambalache

No se prodigan los supremos funcionarios de la cosa pública con su exclusiva dedicación a la gente vulnerable, aunque sigue vigente su fervor por la justicia social

Georges Brassens en 1977.
Georges Brassens en 1977.Patrice PICOT (Gamma-Rapho/Getty Images)
Carlos Boyero

Está a la baja el manoseado término “relato” entre la clase política y sus mamporreros. ¿De dónde la sacarían? Dudo que leyeran a Faulkner y a Hemingway. Tampoco se prodigan últimamente los supremos funcionarios de la cosa pública con su exclusiva dedicación a la gente vulnerable, aunque sigue vigente su fervor por la justicia social. Todos ellos están instalados, independientemente de un dulce porvenir y del triunfo de su partido, a no ser que se lo monten muy mal, que sean kamikazes o idiotas.

Y recuerdo con idéntico amor que el de antaño a Brassens, fulano que nos recibió en su camerino y en su última actuación a dos veinteañeros que éramos Fernando Trueba y yo. Le llevamos una botella de vino y un chorizo. También amábamos sus canciones. Sus letras siguen resonando en mi alma. Y recuerdo lo que dijo el libertario más inteligente y que provocó la ira del partido comunista francés cuando afirmó: “Morir por las ideas. La idea es excelente. Muramos, de acuerdo. Pero de muerte lenta”.

También recuerdo con rubor, con sensación de vergüenza, una canción del entrañable Paco Ibáñez en la que reivindicaba al poeta Gabriel Celaya. Se titulaba La poesía es un arma cargada de futuro. Y decía: “Maldigo a los que conciben la poesía como un lujo cultural, los que se desentienden y evaden, los que no toman partido, partido hasta mancharse”. Que se lo apunten en la agenda los asesores culturales de Pedro Sánchez. Igual les funciona un rato.

Y hablando de poemas retorno a uno con el que siempre estaré de acuerdo. No habla de la muerte, de la que según Shakespeare no hay testimonio de viajero alguno. Habla de la realidad. Esa canción demoledora se llama Cambalache. Entre otras cosas dice así: “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé. En el 506 y en el 2000 también. Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, que vivimos rodeados con un merengue, todos manoseaos. Siglo XX, cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. Dialecto porteño, pero entendible para cualquiera con dos dedos de frente. En el siglo XXI todo sigue igual o peor. El cambio lo protagoniza un universal ejército de ultratumba, los peligrosísimos esclavos de la tecnología, soltándose el rollo en público y en privado.

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