Nos reíamos tanto con cosas que hoy estarían canceladísimas…
Muchas de las carcajadas que nos arrancaron Gila, Tip y Coll, Martes y Trece, Chiquito de la Calzada, Eugenio, Pedro Ruiz, Pajares y Esteso nos recuerdan que el humor de la Transición ofendería hoy a los nuevos censores
Franco creyó haber dejado su tinglado atado y bien atado. Pero fue morirse y empezar a desatarnos hasta que nos quedamos a gusto. Algunos líderes audaces se encargaron de hacérnoslo posible en democracia y a nosotros no nos costó nada abrazar todo lo prohibido. Entre esas válvulas que se nos vetaban hasta la muerte del dictador estaba bien restringido y administrado con cuentagotas el humor. No hemos hecho justicia todavía a quienes se encargaron de provocarnos espasmos tronchantes cuando buenamente pudieron empezar a disparar contra todo lo que se movía. Nos trajeron en bandeja lo que más necesitábamos: reírnos, a ser posible, de casi todo y cuanto más, mejor.
Gila, Tip y Coll, Pajares y Esteso, Lina Morgan o Martes y Trece encabezaron nuestras preferencias. El primero regresó del exilio con su teléfono. Lo que contaba de la guerra o las fiestas del pueblo —”se me ha muerto un hijo, pero me he reído…”—, ese tremendismo pariente tanto de Cela como de Mihura y La codorniz, con los botones de la camisa atados hasta arriba y la boina bien calada, nos provocaba retortijones. Tip y Coll, por su parte, entre las tarifas de la cafetería del aeropuerto o el famoso “y la semana que viene…, hablaremos del Gobierno”, la liaban con su surrealismo enfundado en frac y sus dobles sentidos. Pajares y Esteso, por su parte, deshollinaban deseos ocultos pero palpitantes con chistes que dejaban patente la represión sexual de nuestras entrañas encomendadas al cumplimiento estricto del sexto mandamiento. Hoy forman parte de nuestros placeres inconfesables y se nos debaten dentro entre el cariño y la repelencia. Lina Morgan liberaba y daba cabida en su cuerpo a todas las posibilidades del clown trufado de costumbrismo cheli, mientras Martes y Trece aparecían como ese soplo de aire fresco con su dominio del sketch, la parodia y las imitaciones, mediante las que, de manera genial, construyeron un nuevo lenguaje para el humor español.
Los veíamos a la mayoría en los programas de José María Íñigo, colgados de sus bigotes. Andaban por todas partes, a menudo varios días a la semana: en Estudio Abierto, Directísimo, Esta noche… fiesta o Fantástico, cuando no había más televisión que la pública. Sus apariciones masivas multiplicaban el efecto curativo de nuestras carcajadas. Al día siguiente, sus chistes, sus parodias, su forma de entonar, pronunciar o reinventar dichos se convertían en fenómeno callejero, popular, familiar, escolar, laboral… La memoria fue catalogando un archivo propio con cada golpe de efecto y, de pronto, nos echábamos a reír solos o en compañía al recordarlo. Nos producía un placer y una liberación inmensa, nueva, la argamasa de una cultura popular común y perdurable.
Existe una raya que separa a los grandes humoristas de los genios en el género. Estriba en que los primeros utilizan su gracia y sus recursos para colocarnos un espejo deforme donde mirarnos y, sobre todo, reírnos. Los segundos crean un lenguaje propio que resulta único y en este caso, perdonen el lugar común, pero, con todas sus letras, inimitable, porque quien intenta emularlo cae en el ridículo. En esta categoría entran solo algunos de los que han llegado a la cima: Martes y Trece, Chiquito de la Calzada, Eugenio y, sobre todo, ahí siguen para que lo puedan ustedes comprobar en los teatros, Faemino y Cansado.
Ellos comprendieron que el poder de la televisión quemaba y agotaba en sí lo que marca la diferencia. Por eso, como pareja cómica, se apartaron del peligro y se retiraron al medio donde sabían que nada les puede doblegar: el escenario, no el plató, aunque Javier Cansado lo frecuente con Ilustres ignorantes. El resto fue apagándose y cayendo en las parrillas a medida que los programadores los churruscaban —salvo, últimamente el caso de José Mota, que resiste con sus grandes recursos al fuego— para dar paso a otros valores. Los vimos en los programas de Íñigo, sobre todo, pero también en el Un, dos tres… y, cómo no, en los especiales de Nochevieja, donde nos pegábamos a la tele antes de las uvas para observar hasta dónde llegaban los grandes en su mayor cita.
A veces, ya entrados los ochenta, el humor era ingrediente corrosivo de otros espacios originales teñidos con la Movida e iba abriendo paso a nuevos talentos en programas como La bola de cristal. Y algunas propuestas como el Viaje con nosotros, de Javier Gurruchaga también nos sorprendían, como cuando logró el hito de encontrar un enano calcado a Felipe González y todos temimos que aquello haría caer al showman. Si los humoristas de la Transición entendieron que la parodia del político y su imitación marcaría las nuevas líneas de la libertad, los líderes debían —y la mayoría supieron— demostrar capacidad de encaje. En esto, sobresalió Pedro Ruiz, más con sus discos que en la tele. Cada uno de los que anduvieron en primera fila, desde Adolfo Suárez a Fraga y de Felipe a Carrillo, aguantaron mecha.
Hoy, esa faceta de la imitación de políticos ha perdido fuelle. Ellos mismos la imposibilitan. Su manera de exagerar, su enganche en el patetismo mentiroso de la hipérbole, destruye esa vía: resulta imposible ir más allá. No solo en España. ¿Hay cosa más ridícula que un Trump o un Maduro? Sus secuelas españolas convierten en inútil que los humoristas saquen tajada de ahí. Más tarde, Caiga quien caiga supo ver que la vía al ridículo o al éxito dependía de ponerles en un brete. Produjeron un cambio de paradigma en ese sentido. Algunos lo superaban, e incluso se consagraban ante la parroquia, como Esperanza Aguirre: otros, ni a tiros.
Hubo líneas rojas en plena Transición. Algunas acabaron cayendo, como lo que tuviera que ver con la Iglesia. La que no se pudo demoler hasta bien entrado el siglo XXI fue la de la monarquía. Gozó de un pacto de silencio total. Hubo espacios en los que resultó imposible vetar esa crítica. En los teatros. Los espectáculos de Els Joglars o las sanísimas salvajadas de Pepe Rubianes demolían esas barreras. Había que disfrutarlo en una sala. Era su medio. De hecho, cuando probaron la televisión no les salió tan bien la apuesta. Encima de las tablas, no se cortaban. Debemos reconocer ese mérito cuando nadie apenas se atrevía a tanto.
Hoy, aquellos años saltan a nuestro recuerdo en pantalla por medio de programas que tiran de archivo en RTVE. Cómo nos reímos es una muestra. Pero a lo más atrevido solo se puede acceder por medio de las redes sociales. Aquel baño de libertad que se comió de golpe la censura fue irredento, fresco, abrió barreras y dinamitó limitaciones a fuerza de hechos consumados, descaro audaz y conveniente sentido de la provocación.
Mucho de lo que vimos, cuando salta fortuitamente ante nuestros ojos por medio de un reel de Instagram, por ejemplo, gobernado mediante ese algoritmo que sabe seducirnos a base de nostalgias con dinamita, nos lleva a preguntarnos si hoy, lo que nos provocaba aquella risa sin fin, sería posible en los nuevos ámbitos públicos. Los guardianes dogmáticos de morales en boga lo cancelarían a la primera. ¿El tiempo pasado fue mejor? No en todo, pero en aquello, desde luego que sí.
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