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SERIES TELEVISIÓN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘Big Boys’: el milagro de una joven amistad masculina ajena a lo tóxico

El cómico Jack Rooke perdió a su mejor amigo, pero convirtió lo que tuvieron en una pequeña obra maestra autobiográfica que sirve de ejemplo de lo poderoso del vínculo entre chicos sin prejuicios

Jon Pointing y Dylan Llewellyn, en 'Big Boys'.
Jon Pointing y Dylan Llewellyn, en 'Big Boys'.
Laura Fernández

En un momento dado de la primera y modestamente enorme temporada de Big Boys (Filmin), la madre de Jack (Dylan Llewellyn), un encantadoramente ingenuo novato universitario, le dice a Danny (Jon Pointing), el mejor amigo de su hijo, que ella sabe lo horrible que es sentirse invisible. Que aún a veces lo siente. Pero que basta con que alguien se preocupe por ti para dejar de serlo. Basta con tener un amigo. ¿Basta? En la ficción, sí. En el mundo real, diría el propio Jack Rooke, el creador de la luminosa, y redentora, tierna y, por momentos, divertidísima Big Boys, no es tan sencillo.

El torpe y amoroso personaje de Jack —el chico gay que acaba de salir del armario, en mitad del duelo por la muerte de su padre— está basado en él mismo, y el de Danny, en su mejor amigo el primer año de universidad, un chico que trataba de fingir que todo iba bien, mientras tomaba antidepresivos y se sentía, sí, invisible. Rooke no pudo hacer nada por salvarle, pero la ficción lo ha traído de vuelta.

Cheryl Strayed lleva toda su vida tratando de convertir el duelo por la muerte de su madre en algo poderoso y, como Rooke en Big Boys, lo ha conseguido cada vez. De alguna forma, Strayed la invoca cuando escribe. Sus libros de memorias —el más famoso, el de su caminata de más de 3.000 kilómetros por el Sendero del Macizo del Pacífico, Salvaje—, la película que se basó en uno de ellos, y, más recientemente, la miniserie —no se la pierdan, es una joya escondida— que protagonizó Kathryn Hahn, Tiny BeautiFul Things (Disney+), están repletas de lo mucho que la quería, a ella y a su hermano. Están repletas, en realidad, de ella. Y de alguna forma, la aparentemente ligera obra de Rooke está repleta de ellos. Por un lado, su padre —que lleva dos años muerto cuando Jack llega a la universidad, dos años en los que su madre y él lo han echado muchísimo de menos— y por otro, Danny, al que aquí imagina otro final, un final feliz: el mundo posible de todo lo que podría haberse hecho cuidadosa y empáticamente bien.

Dylan Llewellyn y Jon Pointing, en la segunda temporada de 'Big Boys'.
Dylan Llewellyn y Jon Pointing, en la segunda temporada de 'Big Boys'.

Y dicho esto, Big Boys es también, y sobre todo, el retrato de una amistad pura e instantánea, modélica en su sabia complicidad sin prejuicios, y en su condición de escudo. Si quien tiene un amigo no tiene un tesoro, sino que se tiene a sí mismo —en su versión más auténtica, más real, más valiente y valiosa—, lo que atesoran Jack y Danny, desde prácticamente el instante mismo en que se conocen —ese saber simplemente estar para el otro sin esperar nada a cambio—, es un impensable y deseable lugar seguro que define, a su vez, algo que no acostumbra a verse. Porque mucho se ha hablado, y se ha escrito, y se ha filmado, sobre la amistad femenina en los últimos años, pero aún poco, o nada, se ha escrito, o filmado, sobre una amistad masculina así. Comprensiva, comunicativa, lo contrario a tóxica y a estandarizable, sin otra meta que la de echarse una mano sin el más mínimo atisbo de la idea de una masculinidad asfixiante, sobre ella. Un milagro, sí. Pero un milagro que necesita de un amplificador así para normalizarse.

Errores afortunados

Pero volvamos a la casilla de salida. Jack y Danny se conocen al llegar a la universidad. Por un error administrativo —o haber llegado simplemente demasiado tarde— van a tener que compartir una especie de módulo de clases reconvertido en vivienda ese primer año —esto es cosa del propio Rooke, que vivió en un lugar semejante—. No pueden ser más distintos. Jack, es tímido y encantadoramente torpe, sobreprotegido por una madre de carácter portentosamente adolescente —en realidad, por un pequeño y divertidísimo matriarcado de mujeres de ese mismo tipo, en el que figuran además su abuela y su tía, la mujer que pide seis raciones de cualquier cosa— llega virgen y aún en el armario a la universidad y tiene un pez llamado Alison. Danny no tiene a nadie —es él quien cuida de su abuela, su padre desapareció—, y sí, tiene mucha experiencia con las chicas, y aparenta ser un tipo duro, pero en realidad es un tío sensible que está pasando por una depresión horrible.

Dylan Llewellyn y Izuka Hoyle, en la segunda temporada de 'Big Boys'.
Dylan Llewellyn y Izuka Hoyle, en la segunda temporada de 'Big Boys'.

Por más distinta que sea su situación, el mundo es el mismo para los dos, y quizá por eso, libres, ajenos a todo lo que tiene que ver con el automatismo de lo masculino, lo único que hacen, desde el momento exacto en que se conocen es intentar entenderse. Y eso les lleva a crecer. A cambiar para bien. Jack empieza a atreverse, y Danny deja de exigirse tener que hacerlo. Porque alguien está esperando que lo hagan. Lo que les rodea —las citas, las fiestas, el resto de amigos, la chica que querrías que fuese algo más que una amiga, Corinne (Izuka Hoyle), las situaciones familiares más o menos delirantes— no importa tanto como lo que les pasa. Al fin y al cabo, lo que estamos viendo es una carta que Jack le escribe a Danny —la serie está narrada por Jack, en una voz en off en la que se dirige a su amigo— después de que todo pase. Sin llegar al histrionismo salvaje de Derry Girls (de donde proviene Llewelyn, por cierto), Big Boys juega con el absurdo interesada e inteligentemente.

Ni una pieza se mueve en la segunda temporada. Aunque eso sí, la fórmula se equilibra aún más, pues la primera entrega tiene cierta descompensación, y un sentido no buscado de la irrealidad, que aquí se vuelve rasgo familiar e identificable, único, de una producción que —no olvidemos— parte de un libro de memorias. Una fórmula que, además de un humor desactivador de toda tragedia, tiene algo de lección. Porque el mundo alrededor desaparece, o deja de pesar todo lo que pesa, cuando se da con una amistad así.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.
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