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Columna
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Milagro, todavía sobrevive un cine bonito

No tenía ni puta idea de dos películas. Una se titula ‘Testament’ y la otra ‘La tierra prometida’. La primera es muy bonita, triste y alegre, sardónica. La segunda es un wéstern ambientado en la Dinamarca del siglo XIX

Rémy Girard, protagonista de 'Testament'.
Rémy Girard, protagonista de 'Testament'.
Carlos Boyero

“Me conozco a mí mismo, pero eso es todo”, despedía el admirable Scott Fitzgerald en A este lado del paraíso. Mallarmé escribió: “La carne es triste. Lástima. Y he leído todos los libros”. Cuando yo era joven, me jactaba aunque en aquella época la carne fuera alegre, de haber leído infinitos libros. De haber escuchado la música más sublime. De conocer gran parte de la historia del cine. Y tan contento, con ese narcisismo que trata de ocultar tus inseguridades.

Y ahora, en la vejez, cuando ya no dispongo en formatos anticuados del cine que he amado, recurro con posibilismo e infinito esfuerzo a las plataformas del maldito internet. Y pillo lo que puedo, repeticiones infinitas de las películas que he amado, pero también me encuentro con gesto de hastío ante el protagonismo de la nadería. Es terrible constatar en el panel de la hipermoderna Filmin que solo aparece una película apetecible, incluso una obra maestra, en medio de un torrencial de cine tan invisible como inaudible. Es el cutrerío, las pretensiones grotescas, algo nefasto. Y me pregunto: ¿quién ha hecho esto?, ¿quién lo ha pagado? Si el cine fuera esta excrecencia cutre, pretenciosa, nefasta, una parte del cual se exhibe en los prestigiosos festivales, yo lo hubiera odiado desde chiquitín.

Pero también me ocurren cosas gratas. No tenía ni puta idea (desinformarte también exige cálculo e insidia) de dos películas que veo en Movistar.

Una se titula Testament y la otra La tierra prometida. La primera es muy bonita, triste y alegre, sardónica. Habla de un anciano, sin ya nada que ofrecer o en lo que creer, en medio de la apestosa movida de la cancelación, como tantas imposturas impuestas por el mercado ideológico. La segunda es un wéstern ambientado en la Dinamarca del siglo XIX. La primera me provoca simpatía y emoción. Y acaba bien. Se lo perdono, todo es creíble. El final de la segunda es tan lógico como desolador. Para mí, en mi complicada soledad, la visión continua de estas dos películas, que no son obras maestras pero que contienen lo que más amo del cine, son una inyección de ozono.

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