‘El juego del calamar: el desafío’: donde sólo pueden morir de aburrimiento
456 concursantes de todo el mundo aspiran al mayor premio jamás entregado en televisión, 4,56 millones de dólares. La clave del nuevo ‘reality’ de Netflix es que todo sea “mayor”, en ningún momento parece importar que sea mejor
Hay dos preguntas que surgen cuando se empieza a ver El juego del calamar: el desafío. La primera es inevitable y se resuelve a los 10 minutos, en cuanto la ya icónica muñeca de la prueba Luz roja, luz verde caza los primeros temblores y descubrimos que las balas son de pintura. No, en esta adaptación no va a morir nadie. Algo que ya habían aclarado sus creadores durante su presentación. Como si fuese necesario, aunque tal vez algún día lo sea. La segunda planea por nuestra mente durante todo el concurso. ¿Es este el excelso material al que se refería Netflix cuando nos hizo saber que compartiendo cuentas reducíamos su “capacidad de invertir en la creación de grandes historias, contadas mediante series y películas de la máxima calidad”?
Aquel comunicado me hizo sentir como una estadounidense ante el discurso de investidura de Kennedy. “No es lo que Netflix puede hacer por ti sino lo que tú puedes hacer por Netflix”. Como soy ingenua, me creí que tal vez si mi madre dejaba de compartir mi cuenta para ver telenovelas turcas, Mindhunter tendría un final digno, volverían a producir grandes series como Orange Is the New Black o House of Cards y cesarían las cancelaciones abruptas. Pero no, lo que recibimos a cambio es un reality porque no paran de contarnos que la televisión tradicional ha muerto, pero cada vez es más habitual que las plataformas nos ofrezcan contenidos de la televisión tradicional, véanse Humor amarillo, Un dos tres o el último en llegar, OT, que Amazon Prime Video emite en directo desde este lunes, convirtiéndose durante unas horas en un canal más en el que ver un producto que es exactamente igual al que emitió TVE. La tele que vos matáis goza de buena salud.
El de El juego del calamar fue un éxito anómalo que sorprendió a la propia Netflix. Un producto local que parecía incomprensible fuera de Corea del Sur acabó convertido en el contenido más visto de la plataforma y, más importante, en tema de conversación ineludible. La crítica no se entusiasmó demasiado, la escenografía era cutre y el guion desmadejado, pero exudaba originalidad y una desvergüenza refrescante en medio de tantas producciones que parecen gestadas siguiendo un estudio de mercado. Un éxito así sólo podía sobreexplotarse. Próximamente, se estrenará una segunda parte innecesaria —al contrario de lo que suele ser habitual, se había cerrado satisfactoriamente— y hoy nos ha llegado el reality. La paradoja radica en que su creador, Hwang Dong-hyuk, la concibió como una alegoría sobre la sociedad capitalista moderna y ahora se ha convertido en una pieza reluciente de ese engranaje que denunciaba.
La producción de The Garden y Studio Lambert, responsable de la exitosa The Traitors, ofrece un espectáculo inédito por mastodóntico. Es el reality más ambicioso grabado hasta el momento, 456 concursantes de todo el mundo —aunque no tardamos en comprobar que como suele ser habitual “todo el mundo” implica desde Washington a Florida más un par de países de la Commonwealth— que aspiran al mayor premio jamás entregado en televisión: 4,56 millones de dólares. La clave es que todo sea “mayor”, en ningún momento parece importar que sea mejor.
La réplica es perfecta. La escenografía de los juegos infantiles, los uniformes de jugadores y guardianes, la muñeca asesina, las galletas Dalgona… falla lo que por una pizca de moralidad no se puede ofrecer: la desesperación que en la serie llevaba a personas comunes a arriesgar sus vidas por dinero. Aquí la mayoría únicamente quiere, como dicen los agraciados el 22 de diciembre, “tapar huecos”. Y no observas con el mismo interés como un desconocido chupetea una galleta si lo que se juega es su vida o si sólo está interesado en pagar las letras de un Mazda.
Los concursantes son el gran capital de cualquier reality y aquí nos encontramos los perfiles habituales en cualquier programa anglosajón. Hay un deportista entusiasta con pinta de acosador de instituto que no tarda en asomar la patita. “La compasión sólo es una debilidad, mi mayor fortaleza es la manipulación”, afirma orgulloso para asegurarnos segundos después que es competitivo “porque Jesús fue competitivo”. Si alguien no recuerda si el Jesús competitivo aparecía en Lucas o en Mateo, puede echar un vistazo al magnífico ensayo Jesús y John Wayne de Kristin Kobes Du Mez donde se explica la curiosa apropiación de Jesús por parte de este tipo de personajes. Hay varios participantes que se creen el sargento de hierro y juegan al inocuo Hundir la flota como quien conquista Iwo Jima y un par de ancianos de los que sorprendentemente nadie trata de hacerse amigos barruntando que al igual que sucede en la serie puedan ser los dueños del cotarro. De hecho, hay muchos momentos en los que la gente actúa como si no hubiesen visto la serie, demasiados como para que el guion que supuestamente no sigue resulte creíble.
En torno a un formato tan ambicioso no faltaron las acusaciones de tongo y también las quejas por las condiciones en las que se desarrollaron las pruebas. El diario sensacionalista The Sun escribió un artículo en el que aseguraba que algunos concursantes habían estado a punto de morir víctimas de la hipotermia. El rodaje coincidió con una ola de frío en Reino Unido, lugar elegido para la grabación del programa. Netflix se apresuró a minimizar el incidente y asegurar que se preocupaba “profundamente” por la salud y la seguridad del elenco y el equipo. Lo cierto es que al menos en los capítulos que los medios han podido ver antes del estreno (los cinco primeros, los estrenados este miércoles; el día 29 se estrenan otros cuatro y el 6 de diciembre, el episodio final) las pruebas parecían tan inocuas que lo mismo podríamos haber estado viendo el reality de Los Durrell. No deja de resultar paradójico que los concursantes de un reality inspirado en una de las series más sádicas y sangrientas sean tan quejicas. Jugarme la vida sí, pero que no se me enfríen los riñones. El ruido generado por la supuesta dureza de las pruebas parece más bien una inteligente maniobra publicitaria para poner el foco en un producto que intenta con todas sus fuerzas parecer mucho más de lo que es.
El juego del calamar: el desafío intenta convencernos de que vamos a ver algo que no hemos visto nunca, pero las pruebas no resultan más entretenidas que las de cualquier entrega de Humor amarillo y mucho menos pueden sorprendernos por su dureza, hace tiempo que los realities traspasaron todas las fronteras, al menos las legales. En Fear Factor pudimos ver hace años a una mujer beber orina y semen de burro y ni siquiera fue por una cantidad de dinero obscena, sólo por 100.000 dólares. Por si a alguien le interesa afirmó que tenía “un ligero toque de heno”.
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