Conversar
Ya no intervengo casi nada en discusiones políticas con mis amigos progresistas. Un poco más con los conservadores. A los nazis y a los fascistas de verdad no los conozco


Leo un titular en el periódico asegurando que la compañía alarga la vida. Un estudio afirma que la gente mayor que recibe visitas de familiares y amigos tiene un 39% menos de probabilidades de morir. Quiero imaginar que los viejos solitarios se apuntan con fervor a estar frecuentemente acompañados. O no, que tampoco tienen un desmedido interés en seguir tirando gracias a la comunicación con los demás.
Observo la campaña publicitaria de una emisora de radio. Se titula “El poder de la conversación” y enmarca la fotografía jovial de una anciana blanca y un joven negro sonriendo y hablando junto al lema “Todo cambia cuando conversamos”. Tengo mis dudas. Habiendo sido un charlatán incontinente, cada vez me instalo más en aquella certidumbre de Antonio Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Y en ocasiones es un aburrimiento ya que nos repetimos o tenemos poco que decirnos. Mejor los sonidos del silencio.
Y por supuesto ya no intervengo casi nada en discusiones políticas con mis amigos progresistas. Un poco más con los conservadores. A los nazis y a los fascistas de verdad no los conozco. Entre los primeros, los más inteligentes y honrados se sienten muy incómodos ante lo que está ocurriendo, pero poseen un argumento infalible para explicar su solidaridad con un partido en las urnas: “Se trata de elegir entre lo malo y lo peor”. Parece ser que en el gran circo han ganado la batalla gente con inequívoco aroma curil, algo que me inspira grima desde la niñez. Junqueras sería un cardenal, Puigdemont, un obispo y Aragonès, jefe de monaguillos. Mi febril imaginación tampoco tiene dudas al colocarles una sotana o un clériman a Bolaños y Albares, dos señores que al parecer son ministros.
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