Teatro
No he logrado jamás contagiarme de pasión, o simple entretenimiento hacia el ancestral y prestigiado arte del teatro
Me lamento en vano de mi incapacidad para apreciar determinadas artes. He disfrutado hasta el éxtasis con el cine, la música y los libros, me donan refugio y felicidad. Pero no he logrado jamás contagiarme de pasión, o simple entretenimiento hacia el ancestral y prestigiado arte del teatro. No logro creérmelo, casi siempre hay algo en él que me parece artificioso, es muy difícil que me arañe las fibras emocionales. Con excepciones, por supuesto. Vi durante tres horas a un hombre que estaba solo en el escenario. Se llamaba Vittorio Gassman y lo que ofrecía creaba hipnosis, fascinación, sentimiento. Recitaba a Shakespeare, a Melville, a Pirandello.
El problema no es del teatro, debe de ser mío. Este lleva desde el principio de los tiempos conmoviendo al público. Y grandes actores y actrices confiesan que es el espacio que prefieren para mostrar las esencias de su trabajo. Me aburría de joven en los escenarios, aunque los frecuenté moderadamente, incluido aquel horror del teatro experimental. A mi provecta edad ya no tengo tiempo ni ganas para rectificar mi autismo hacia él.
También veo molestamente en la vida comportamientos y expresividad que me resultan teatrales, tan excesivos como carentes de veracidad. Y me ocurre con la inmensa mayoría de la clase política. Algo que no me pasaba con Obama y su fantástica esposa. Al verlos y escucharlos me parecían cine del bueno.
El teatro también inunda la televisión. Los que presentan las noticias del mundo no se limitan a informar, hacen gestos, enfatizan la voz, muestran su ira, ponen caritas, parecen sentir la desgracia ajena como si les ocurriese a ellos. Sobre todo en determinados temas. Imagino que eso les asegura el certificado de conciencia progresista. O de la que convenga en cada época. Son puro y rancio teatro.
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