Berlusconi, el mejor discípulo de Gramsci
Epatar al burgués e inspirar el desprecio de los mandarines de ceja alta fue su divisa, y con ella fundó el populismo contemporáneo y marcó el tono de una época
Recuerda Jeremy Dauber en su estupendo ensayo El humor judío, recién publicado en España, que la televisión fue en sus orígenes un entretenimiento casi elitista: muy pocos tenían un receptor y, frente a la radio, difícilmente podía considerarse un medio “de masas”. Por eso, los humoristas judíos (como Woody Allen) sentían una libertad enorme. Cuando el invento se popularizó, llegaron los remilgos: se prohibieron las palabrotas y las gamberradas. La ironía y los contenidos que no eran para todos los públicos solo volvieron con la tele por cable.
Silvio Berlusconi también rompió a su manera la idea de una tele plana y sobrada de azúcar, pero en un sentido opuesto al de HBO. Tal vez sin haberlo leído, el fundador de Mediaset fue el mayor discípulo de Antonio Gramsci, quien mejor llevó a la práctica la noción de hegemonía cultural: dominar el paisaje pop de un país equivale a dominar el país. Berlusconi desató a las fieras que las grandes cadenas escondían tras los presentadores engolados y las puestas en escena mojigatas y normalizó el mal gusto. Epatar al burgués e inspirar el desprecio de los mandarines de ceja alta fue su divisa, y con ella fundó el populismo contemporáneo y marcó el tono de una época.
La cultura popular en Occidente se mide hoy por el rasero que Berlusconi inventó: la única forma de oponerse a él es echarse al monte del elitismo, como se escenificó una tarde de hace unos años en Sálvame. Kiko Matamoros, en uno de sus paréntesis literarios, recomendó un libro mío, y la voz de Belén Esteban, fuera de plano, gritó: “Ya salió el culto. Tan culto no serás, cuando estás aquí sentado con nosotros”. Pocas veces se ha expresado tan bien el éxito del modelo demagógico de Berlusconi: con el pueblo o contra el pueblo. Lees o ves la tele. Las dos cosas, no.
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