Zelenski
Me es imposible no preguntarme si los actores, los extras, los técnicos… recuerdan la serie ‘Servidor del pueblo’ como unas vacaciones en la memoria de un mundo extinto
Netflix ha incluido en su catálogo una serie que ejemplifica aquella greguería que dice que el cine es el arte de poner a los muertos a andar. Con franca curiosidad y algo de conmiseración, me decidí a ver Servidor del pueblo, la comedia que encumbró a Volodimir Zelenski al estrellato ucranio. Esperaba humor local y algo de costumbrismo intraducible, algo fresco, pero también una respuesta a las dudas de cómo era Ucrania antes de la invasión, más allá del negocio de la maternidad subrogada.
Me esperaba una versión exsoviética de Shaolin Soccer (tronchante comedia balonpédica protagonizada por Stephen Chow), Los dioses deben estar locos (inesperado taquillazo sudafricano de los primeros ochenta), o Densha Otoko (dramedia japonesa sobre un otaku enamorado), pero Servidor del pueblo no es equiparable a esas pequeñas joyas del audiovisual. La serie de Zelenski, me temo, es reseñable por ser el fata morgana de un lugar que ya no existe. La primera escena se rodó en el mismo sitio donde el cómico Santi Alverú descubría en directo que sus vacaciones se acababan por el estallido de una guerra; esa Plaza de la Independencia en Kiev donde el himno nacional anunciaba que el infierno abría sus puertas. La cabecera de la serie nos trae a un futuro presidente recorriendo en bicicleta calles que ya no existen, para acabar en un edificio desde el que ya no puede gobernar por tener que huir de la locura de Putin.
Me es imposible no preguntarme si los actores, los extras, los técnicos… recuerdan la serie como unas vacaciones en la memoria de un mundo extinto. Ver Servidor del pueblo en 2022 no es ver una comedia… haré mías las palabras de Máximo Gorki al hablar de la exhibición de los Lumière: “La noche pasada estuve en el Reino de las Sombras”. No es lo que esperas de una comedia; es más como ver un museo que abre sus puertas demasiado pronto.
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