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Ángel S. Harguindey
Columna
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‘El proceso de Tokio’, una serie ejemplar

La serie de cuatro capítulos demuestra que el talento dinamita la ya de por sí frágil frontera entre la ficción y la realidad

Una imagen de la serie 'El proceso de Tokio'.
Una imagen de la serie 'El proceso de Tokio'.
Ángel S. Harguindey

Si hay una serie que debería ser de obligada visión y estudio en las Escuelas de Cine y Televisión esa es El proceso de Tokio (en Netflix), cuatro capítulos ejemplares en los que se demuestra como el talento dinamita la ya de por sí frágil frontera entre la ficción y la realidad.

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Japón, la herida de la guerra

En agosto de 1945, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, el Ejército de Estados Unidos ocupa Japón. El general MacArthur es el nuevo y omnipotente virrey y como tal nombrará a los 11 jueces que constituirán el Tribunal Penal Internacional para el Lejano Oriente para juzgar a varios miembros del Gobierno japonés y a altos cargos políticos y militares por los crímenes de guerra. Un proceso similar al de Núremberg.

La serie se centra, básicamente, en las deliberaciones de los 11 miembros del jurado en torno a una serie de conceptos de Derecho Internacional y, pese al posible distanciamiento del espectador, la habilidad de sus guionistas consigue lo que, imaginamos, anhela cualquier responsable del producto: su fidelidad. A ello hay que añadir un muy inteligente uso de la moviola al entremezclar material de archivo del proceso real con el reconstruido en los estudios, y para ello se utiliza algo muy simple y eficaz: enlazar en blanco y negro ambos procesos, cuando el resto de las secuencias de ficción lo son en color.

Y una imagen real sobrecogedora: cuando el primer ministro de Japón, Hideki Töjö, escucha del presidente del Tribunal la sentencia que le condenará a muerte, sale de la sala tras la tradicional reverencia, una forma de respeto y aceptación de la misma. Siete condenas a muerte, 16 cadenas perpetuas y dos condenas de 20 y 7 años fue el resultado final.

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