Bob Pop confiesa que ha vivido
‘Maricón perdido’ contiene muchísima ambigüedad para ser una serie amable y costumbrista, y demasiada ternura para un relato con esquinas tan atroces
Al margen de las otras virtudes de la serie, si algo tengo que agradecerle a Bob Pop tras ver Maricón perdido es la sensación de paz que deja en el fondo del ojo. No te hace mejor persona, que diría el tópico cursi, ni te reconcilia con el mundo, que diría el segundo tópico cursi, pero sí transmite la certeza de que su narrador está en paz con los hombres y ya dejó de estar la guerra con sus entrañas, yendo un paso más allá de los versos de Machado.
Como todas las autobiografías, no es fácil de leer. Hay demasiadas referencias, autorreferencias y ruidos de contexto que hacen que cualquier opinión tajante sea grosera y obscena. Contiene muchísima ambigüedad para ser una serie amable y costumbrista, y demasiada ternura para un relato con esquinas tan atroces. El contraste casi continuo entre el tono y el contenido es propio de los recuerdos muy trabajados, y la memoria solo se convierte en un material narrativo de primera cuando deja de importar en el presente.
Luisgé Martín, que escribió El amor del revés, una autobiografía con muchas zonas de contacto con Maricón perdido, insiste en que solo pudo narrar ese aprendizaje doloroso de la sexualidad en tiempos de armarios cerrados cuando lo superó, en el sentido profundo del verbo superar. Cuando no quedan rencores, venganzas ni vergüenzas, la literatura se abre paso en la propia vida con la sencillez y el verbo directo que requieren las buenas confesiones, que no son las que se hacen en la iglesia, sino las que se cuentan en un sillón con un café.
Maricón perdido es una confesión sin culpa ni penitencia, y en un mundo tan aficionado al ajuste de cuentas, a la corrección del pasado y a la justicia no siempre poética, es de agradecer que alguien confiese, simplemente, que ha vivido.
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