Debemos una disculpa a los jóvenes
Si cuando zapean sale un tertuliano echándoles la culpa de matar a todos sus abuelos por morrearse sin mascarilla, es normal que se vayan a ver ‘Euphoria’ y, luego, a Ibai
Vaya por delante que nunca he entendido a los adolescentes. Ni siquiera cuando yo mismo lo era. Tal vez los entendía incluso menos, aunque por razones distintas. Hoy, simplemente, soy viejo y estoy a mis cosas. Soy un viejo vocacional, pues vivo rodeado por amigos bastante mayores que yo que se tienen por jóvenes, y no les voy a negar su sentimiento.
Quise ser viejo desde pequeñito. Entre otras cosas, para quitarme de encima el paternalismo y la sonrisa condescendiente que, en el mejor de los casos, recibe el joven del viejo, y en el peor, la eterna acusación de arruinar a la sociedad. Esta última moneda ha sido la más común desde que empezó la peste, y no ha de extrañar que los adolescentes sean un target (hablando en marquetinés) cada vez más esquivo para las teles en abierto. Si cuando zapean sale un tertuliano echándoles la culpa de matar a todos sus abuelos por morrearse sin mascarilla, es normal que se vayan a ver Euphoria y, luego, a Ibai.
Les debemos, como mínimo, una disculpa. Toda la sociedad está haciendo un sacrificio histórico para controlar lo incontrolable, pero los jóvenes están renunciando a su propia juventud. Que lo hagan obligados por decretos leyes no les quita mérito, pero el bombardeo diario de culpa es insoportable y no mengua con los meses. No hay día sin su anécdota de chavales arrejuntados en fiestas ilegales o su comentario cascarrabias de señor con corbata. ¿No podríamos dejar de subrayar las contadas infracciones y los señalamientos de los balconazis para darles las gracias de vez en cuando? A un viejo como yo le da lo mismo un año perdido. Me puedo permitir el lujo de descontármelo. A los diecisiete, perder un año es una tragedia. Cuando alguien entrega lo mejor que tiene, los buenos modales exigen gratitud.
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