Una serie para el finde, ‘Olive Kitteridge’: La tristeza no es bonita pero más feo es fingir felicidad
Esta adaptación de HBO recuerda la capacidad que tiene la melancolía para afilar la belleza
Las dos primeras escenas de Olive Kitteridge son un intento de suicido y un pequeño desplante doméstico, y lo más triste es el desplante. La serie, disponible en HBO España, abre con los pasos firmes, decididos, de una mujer por un áspero campo de Nueva Inglaterra. Si un andar puede ser testarudo, eso serían. Al llegar a un descampado, y con la misma resolución, Olive Kitteridge posa en el suelo una manta de lana y una pistola. Se ha traído una radio portátil, por la que ahora suena, enlatada, música barroca. Tras quitarle el seguro a la pistola, levanta la mirada. Hay brisa, los árboles no tienen ni una hoja, los pájaros rechinan a lo suyo, y el gesto de Olive cambia ligeramente. Algo conmovedor hay entre tanta hostilidad.
El desplante se ve en la siguiente escena, que transcurre 25 años antes. Henry Kitteridge escucha la radio desde la mesa de su cocina: el mismo concierto barroco que antes. Olive entra como una bestia y va directamente al fregadero, dándole la espalda a su marido con el aplomo que otorogan años de práctica. El pobre saca ceremoniosamente algo que escondía bajo los brazos, una caja de bombones en forma de corazón, y espera el momento en que su esposa le haga caso. Espera. Espera. Espera. “Feliz San Valentín, querida”, le llama finalmente, con los ojitos iluminados de expectación y extendiéndole la caja. Olive no se vuelve. Le apaga la radio, eso sí. “Sí, para ti también, Henry”, le espeta a la tetera en sepulcral silencio.
Es una forma de resumir Olive Kitteridge, tanto el personaje como la serie a la que da título, cuatro episodios de una hora dirigidos por Lisa Cholodenko (The Kids Are All Right) y basados en una docena de relatos por los que Elizabeth Strout ganó el Pulitzer en 2009. Esta es una mujer a la que el artificio y la amabilidad le repelen; lo que le fascina es la honestidad bruta de lo hostil. Le fascina incluso demasiado, hasta el punto de buscarla allá donde ni está ni hace falta, y de no entender que no toda la brutalidad es honesta. Como profesora de matemáticas en la escuela de un pueblito de Maine, Olive es severa; como vecina, maleducada; como esposa, mordaz y virulenta. Habla en murmullos despectivos. Contempla la boda de su hijo comiendo de una bolsa de cacahuetes. Cuando Henry, que está perdidamente enamorado de ella, le pregunta si va a dejarle, le contesta: “Por el amor de Dios, Henry. Le das ganas de vomitar a cualquiera”. Hay un legado de depresión en su familia, supone ella: “Encantada de tenerla. Rasgo de inteligencia”. En la serie, Olive tiene al menos el atributo redentor de ser interpretada por la brillante Frances McDormand, quien ganó un Emmy por ello (la serie se llevó ocho en total).
Pero esta no es una historia sobre las virtudes de la misantropía, al estilo pueril de House, sino sobre poesía. Cubre 25 años de gestos domésticos, diminutos y anodinos, bajo los cuales hay fosilizados años de ilusiones y desengaños (es bonito ver el fósil de una ilusión). Con el paso de los capítulos, esos gestos van trazando vínculos entre personajes, y esos vínculos acaban revelando formas no solo de ser, sino de ver el mundo. Olive se revela capaz de conectar con la gente, si comparten su melancolía: por ejemplo, con un vecino suicida aquejado de brotes psicóticos o un viudo rico interpretado por Bill Murray (otro de los ocho Emmy). Gente que sabe que estar triste no es bonito, pero más feo es no dejarse estarlo; que lo impostado es prosa y lo contrario también, pero se parece más al verso; que la melancolía puede afilar la felicidad como lo salado el dulce; y que si algo se puede transmitir sin palabras es el significado de lo insiginificante.
Todo esto viene a que vivimos una porquería de época, rematada en España por una porquería de frío. Olive, que además de tener lo suyo se ha criado toda la vida en un lugar donde nieva casi todo el año y en el que hasta las primaveras tienen un punto antipático, nos pilla muy cerca. “Pues guay del paraguay”, nos espetaría (o como se quiera traducir su expresión favorita, “Well, ducky duck soup”). Y con algún insulto nos desalentaría de buscarle un lado positivo a la porquería. Hacerlo le resta valor a lo positivo y belleza a la porquería. En momentos tristes, lo mejor a lo que podemos aspirar es a alguien que nos enseñe a estarlo.
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