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Columna
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Lennon

Las etiquetas de revolucionario puro para Lennon y de blandengue y convencional para McCartney me parecían tan injustas como tontas. Ambos eran geniales

Los Beatles, en un concierto en Tokio en 1966.
Los Beatles, en un concierto en Tokio en 1966.- (AFP)
Carlos Boyero

Aunque se disolvieran hace tanto tiempo la música de los Beatles permanece como una de las más hermosas bandas sonoras de nuestra vida, la de varias generaciones. Y me cuentan de una adolescente llamada Carlota, aquejada de deficiencia mental extrema, sin posible diagnóstico, cuya expresión se calma y se ilumina cuando escucha incansablemente las canciones que inventaron Lennon y McCartney, que su alegría y satisfacción son plenas oyendo una y otra vez Abbey Road. La ciencia no ha encontrado cura para su terrible enfermedad, pero los Beatles le donan momentánea felicidad. Benditos sean.

Imagino que la memoria permanece fiel para infinita gente a lo largo del universo cuando recibieron la maldita noticia hace 40 años de que un tarado que pretendía ser el guardián entre el centeno había acribillado a John Lennon. Me pilló en medio de un colocón, algo habitual para mí en aquella época. Se me disipó rápido. Creo que le sustituyeron las lágrimas, la rabia y la desoladora certidumbre de que ya no habría más canciones suyas, provocadoras de emociones impagables, ideales para tantos estados del ánimo.

Jamás sentí fascinación por la vida pública de Lennon y sus colegas. Las películas que dirigió Lester con ellos me parecen ridículas, carentes de la menor gracia y me daba repelús la continúa exhibición de Lennon junto a su esposa y artista conceptual (¿qué coño será eso?) Yoko Ono. Sus extenuantes numeritos pacifistas, nudistas, ecologistas, subversivos, sus movidas en la India a la búsqueda de espiritualidad, en fin…

Las etiquetas de revolucionario puro para Lennon y de blandengue y convencional para McCartney me parecían tan injustas como tontas. Ambos eran geniales. Amo el gran arte pero siento escaso interés por la existencia cotidiana de sus creadores. Y comprendo el férreo hermetismo con el que Dylan ha tratado de protegerse a lo largo de toda su vida. Lennon componía y cantaba como Dios. Su empeño en ser más famoso que Jesucristo me da igual. Al parecer, Mozart también decía y hacía muchas bobadas.

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