La siesta como arte
A falta de un estilo de tele siestera, he inventado el mío a la carta: una serie mala, un documental cutre de ovnis o una comedia vieja y mil veces vista son mis narcóticos
Algunos locutores de radio nocturna se toman como un halago que sus oyentes se queden fritos escuchándolos. De hecho, lo propician. Hay unos códigos de estilo que instan a bajar el tono en los programas de madrugada. No se grita, no se habla de política y no se interrumpe el flujo de la palabra con ráfagas musicales.
Algo parecido sucedía con la tele a la hora de la siesta, aunque no se haya logrado nunca una armonía tan perfecta entre la pantalla y el espectador que ronca. Solo el ciclismo, con su pedalear hipnótico, rima con las cigarras y el sol para crear un ambiente de siesta absoluta. A falta de un estilo de tele siestera, he inventado el mío a la carta: una serie mala (pero no tan mala que me irrite y me espabile), un documental cutre de ovnis o una comedia vieja y mil veces vista son mis narcóticos de cabezada. Se excluyen las noticias y los programas con presentadores hiperactivos.
Miguel Ángel Hernández ha escrito un pequeño tratado sobre la siesta, El don de la siesta: notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo (Anagrama), donde se recrea en la siesta como arte, como interrupción de la productividad y como reencuentro diario con el placer corporal. La siesta como una transgresión. Desprecia a los gurús modernos que defienden sus virtudes saludables y la incorporan a la rutina del trabajo para tener curritos más despiertos y rentables: la siesta ha de ser una mala costumbre o no ser, como decía Woody Allen del sexo, que solo es sucio cuando se hace bien.
Si yo mandase en Netflix, HBO o alguna plataforma, tras leer a Miguel Ángel crearía una categoría de contenidos titulada “Ideales para la siesta”, y asignaría un presupuesto generoso para que las mejores mentes de la industria diseñaran géneros específicamente siesteros.
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