Si pinchas a los antidisturbios, sangran
‘Antidisturbios’ es muy buena. Tan buena, que sobrevive a las trampas que ella misma se impone, cuando parece que va a degenerar en un panfleto
Si fuera terraplanista y antivacunas, creería que el éxito de crítica de la serie Antidisturbios es una campaña orquestada por George Soros y la patronal de fabricantes de mascarillas para que la unidad con peor prensa de la policía despierte nuestra compasión y recibamos con benevolencia sus porrazos en caso de que nos saltemos el toque de queda (perdón, las “restricciones nocturnas a la movilidad”, larguísimo eufemismo que recuerda a la “interrupción temporal de la convivencia” con la que se referían al divorcio de la infanta y Marichalar).
No soy conspiranoico, pero sí el último escribidor de cosas televisivas que se pronuncia sobre la serie, por lo que me puedo permitir el lujo de discrepar. No diré que no es para tanto, tan solo que los elogios que he leído y oído son un pelín desmedidos. Sobre todo, en un año con una cosecha de series españolas tan excepcional, con su Patria y su Veneno. Antidisturbios es muy buena. Tan buena, que sobrevive a las trampas que ella misma se impone, cuando parece que va a degenerar en un panfleto. Qué más da: tampoco importa que nos pasemos de frenada con las alabanzas, teniendo en cuenta lo crueles que nos ponemos con las cosas que no nos gustan. Discrepo un poco, pero me uno al coro: qué maravilla de serie, qué maravilla de personajes y de interpretaciones.
No sé por qué algunos policías se han enfadado. Estoy convencido de que pocas series han hecho tanto por fomentar la simpatía del público por un trabajo tan penoso y desagradecido (“los paletos de la porra”, los llama el seudovillarejo que hace de villano). Tras ver de casi una sentada sus seis capítulos, ya no puedo mirar a los antidisturbios como antes. Como Shylock en El mercader de Venecia, ahora sé que son humanos y que, si les pinchas, sangran.
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