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Tribuna
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Resaca a la luz de la tele

En un día de resaca junto al televisor se descubre más de uno mismo que en la charla de vodka existencial de la noche anterior con esa amiga que te dice que eres genial, que no cambies nunca

Ilustración Javirroyo
Javirroyo

Una vez una persona tuvo resaca. Había bebido diferentes alcoholes de diferentes vasos con diferentes personas en diferentes sitios. La noche le dictaba que ese desenfreno era lo fascinante de la vida, que siguiera sumando y mezclando elementos, que se desatara de lo que tuviera atado, que se bebiera la noche, claro que sí. Cuando despertó, la vida había encogido al tamaño de un colchón de ciento treinta y cinco, tenía un agujero cilíndrico de sien a sien y una extensión de tiempo densísimo que rellenar hasta que el organismo le perdonara. Había por delante diez horas para mantenerse con vida en el sofá, comiendo lo que le dictara su instinto y viendo en la televisión lo que le permitiera su cerebro. Durante esas diez horas, esta persona comió varias veces macarrones con chorizo y se mantuvo con vida agarrada a un ciclo de películas Disney. Cuando su cuerpo le dejó levantarse, no quiso que la resaca se acabara. Como en un viaje de ayahuasca pero con chorizo y princesas, había encontrado algunas respuestas.

En un día de resaca junto a la tele se descubre más de uno mismo que en la charla de vodka existencial de la noche anterior con esa amiga que te dice que eres genial, que no cambies nunca (¿se puede ser más miserable que alguien que le recomienda a un amigo que no cambie nunca?). Es difícil verlo, pero algunas resacas son una gran oportunidad. Solo hay que dejarse llevar por el letargo y una abulia gustosa que un adulto no suele tener ocasión de disfrutar. Como con los resfriados de poca fiebre, se trata de entregarse al placer de no hacer, no estar, no ser. Y dejar elegir en la televisión al dedo pulgar. Con la voluntad y el criterio licuado, con las defensas de cinismo y dignidad en mínimos, aparece ese otro yo que somos, un yo con el pelo sucio, la boca de burra anciana y nuevas apetencias.

En resacas de antaño, me he conocido en personalidades tan lejos de mí (o tan dentro) que de otra manera no habría tenido el placer. Una vez fui un señor en camiseta de tirantes que solo quería ver deporte olímpico. Otra vez fui un fascinado por las series españolas de época de corte sentimental, con lágrimas en los ojos y chocolate en la comisura de los labios. También he sido un espectador sin capacidad de hastío para con Señora Doubtfire, un sádico inquisidor que disfruta de la inmundicia del mundo a través de Equipo de investigación, un foodie entregado a vídeos de recetas de cocina para sorprender en casa con lo que tenemos en la nevera, un insaciable de las curiosidades del mundo que ve treinta charlas TED seguidas y alguien en coma a quien le arrulla la voz del canal 24 Horas. He aprendido de todos ellos, personas sencillas a las que les gustaban las cosas con furor y necesitaban muy poco, solo una Coca-Cola Zero y un whatsapp de apoyo moral.

Alberto Otto es autor de Un chalet en la Gran Vía (Terranova).

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