Gracias, señor Brooks
Pasé toda la peli mirando de reojo a mi hijo, preocupado por su impresión. Si no le gustaba 'El pequeñito Frankenstein', se abriría una brecha insalvable entre los dos, ya no podríamos comunicarnos nunca más
He esperado ocho años, una pandemia devastadora y un verano tórrido para encontrar el momento perfecto en el que ver con mi hijo una de mis películas favoritas, El jovencito Frankenstein, que vi por primera vez más o menos a su edad.
Pasé toda la peli mirándole de reojo, preocupado por su impresión. Si no le gustaba, se abriría una brecha insalvable entre los dos, ya no podríamos comunicarnos nunca más. Me alivió escuchar sus primeras carcajadas, pero aquello tenía que sostenerse durante casi dos horas. Era una prueba dura incluso para un héroe de la comedia como Mel Brooks.
Mis temores estaban más que justificados: para un niño del siglo XXI crecido entre Youtube y la Play Station y resabiado en el humor vertiginoso y absurdo de Bob Esponja, las gamberradas de Mel Brooks son arte y ensayo que requieren traducción y esfuerzo. Cuando se produjo la película, los espectadores entendían su grano grueso y su parodia deliberadamente burda y sainetera de un género cinematográfico en el que se habían educado. En 2020, todo ese contexto cultural es tan pretérito como los faraones de la tercera dinastía.
Se quejó de que fuera en blanco y negro y se exasperó con el ritmo. Está acostumbrado a narraciones de planos muy cortos, casi flashes, llenos de acción, sin respiros. La anticipación y el silencio le desesperan, pero la recompensa del golpe de humor se lo hacía olvidar, lo que me anima a transmitir un mensaje de esperanza a los padres cinéfilos: la reeducación es posible e indolora. No hay que empezar por Bergman ni Kurosawa para que algún día lleguen por sí solos a Bergman y Kurosawa. El bueno de Mel Brooks y otros genios cómicos están ahí para enseñarles la virtud de la paciencia y de esa mínima disciplina visual necesaria para gozar del placer.
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