Las verdades reveladas de ‘El príncipe de Bel Air’
Lo que tomé por una comedia insulsa, pasadísima de moda y blanca en el sentido cómico del adjetivo, se revelaba como el relato que mejor contaba el torbellino racista que llena las noticias hoy
En una de estas noches de insomnio busqué un lenitivo en la sección de saldos de Netflix. Quería una serie que funcionase como un runrún de fondo, lo bastante tonta para seguirla con un ojo cerrado y lo bastante amable para mecerme como una nana y no sobresaltarme. Caí en El príncipe de Bel Air, banda sonora de los mediodías de mi adolescencia, que entonces era un hilo musical al que no prestaba mucha atención.
Confiaba en estar roncando a la segunda escena, pero me puse a verla en serio, ya desvelado sin remedio, y cuando me quise dar cuenta llevaba tres capítulos y empezaba a clarear el día. La razón era que estaba alucinando un poco. Lo que tomé por una comedia insulsa, pasadísima de moda y blanca en el sentido cómico del adjetivo, se revelaba como el relato que mejor contaba el torbellino racista que llena las noticias hoy.
“El problema es que te recuerdo quién eres y de dónde vienes”, le dice Will Smith al tío Phil, acusándole de algo más grave que un simple aburguesamiento: le reprocha haberse blanqueado, en un sentido racial. Antes le ha dicho que no le entiende, porque habla como un blanco universitario (matices lingüísticos que nos perdimos en el doblaje cuando la emitía Antena 3; a cambio, ganamos imitaciones de Chiquito). El tío Phil no pasa por alto el dardo y replica: “Tú tienes un bonito póster de Malcolm X en tu habitación, pero yo escuché hablar a ese hermano y leí todos sus escritos”.
En un minuto se ponen en escena las decepciones de la lucha por los derechos civiles, el cambio de sensibilidad, la incomprensión entre quienes vivieron la segregación y quienes solo oyeron hablar de ella y el bastardeo de los símbolos y su significado. Todo estaba contado ya mucho mejor de lo que lo contamos ahora.
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