Un ‘Supervivientes’ para confinados
Ya sabemos que la naturalidad en la televisión es solo una ficción más al servicio de la ley de hierro del espectáculo y el intríngulis reside en enriquecerse aparentando ser uno mismo
Los verdaderos cotillas nos hemos sentido huérfanos demasiado tiempo sin que nadie nos represente. Nos educamos hace treinta años con los programas Qué me dices, Tómbola y Aquí hay tomate y no olvidamos cómo nos hacía vibrar la pregunta “¿Te has enterado?”, a lo que seguía alguna información picante sobre una personalidad célebre de la sociedad, la política o la canción, cuya figura glosaban puntualmente los colaboradores del programa. Nada como la expectativa de una novedad jugosa, sabrosa, imprevista. “¡No me digas!”, respondía uno extasiado, recelando si no fuera posible tanta belleza.
Pero ahora todo ha cambiado. Subsisten programas genuinamente rosas como Corazón, corazón y en el ámbito político la materia está cumplidamente cubierta con Al rojo vivo. Pero se ha operado una transformación lamentable de incalculables consecuencias. Ocurre que las “estrellas” de antes han dejado de interesar como antaño, quizá porque el reportaje sobre ellos hecho por paparazzi son caros y se hallan protegidos por una jurisprudencia que los protege. Y a cambio, en formato low cost, han sido sustituidos últimamente por los “famosos”, un género que engloba dos tipos de individuos. En primer lugar, los propios colaboradores del programa, que antes analizaban a las estrellas pero que ahora son ellos mismos, su vida y milagros, la materia que llena la programación diaria. En segundo lugar, el participante en algún reality show, cuyo principal mérito, sin ningún otro conocido, es puramente esa participación. Todos aseguran que no van por “el maletín” (el premio), porque entonces serían tachados de “estrategas”, vicio nefando opuesto a una naturalidad erigida en ideal ético supremo del concurso, sino por “hacer la experiencia” y para dar la oportunidad al público de que los conozca “como realmente son”. La verdadera ambición de todos es confirmarse como famoso y, pasando del segundo al primer grupo, ser contratado algún día como colaborador. Los reality son cantera que pone a prueba al candidato para confirmar que sirve para el oficio. Algunos lo consiguen. Ganan dinero simplemente por ser naturales, por ser como son y obrar de corazón, ingresos que complementan con una hábil gestión comercial de sus redes sociales.
Pero no es posible ser natural porque el reality es in toto puro y abierto espectáculo. La vida individual hecha show (y para algunos negocio). Se ha comprobado una vez más en la última edición de Supervivientes, cuya final se celebró el pasado jueves, aunque no ha faltado una sorpresa de última hora que ahora explicaré. En España estábamos todos penosamente confinados en casa y era un gozo ver a esos concursantes semidesnudos evolucionando al aire libre en una playa paradisíaca y nos deleitábamos en esas escenas de pesca en aguas de color esmeralda. Cierto que nos informaron de que era el concurso de supervivencia más exigente del mundo, comparado con las ediciones de otros países, pero también nosotros hemos soportado el confinamiento más severo del mundo, según presumen nuestros gobernantes.
📺 ¡Así vivimos la GRAN FINAL de #Supervivientes2020! https://t.co/Yqr6GcUK78
— Supervivientes (@Supervivientes) June 5, 2020
Y, nosotros, confinados con poco espacio pero mucho tiempo, nos pegábamos al televisor para seguir las andanzas de nuestros personajes en competiciones y nominaciones. Se dice que se trata de un concurso de supervivencia y convivencia, de modo que es apreciado en especial el concursante capaz de resistir, demostrar compañerismo y ganar algunas pruebas. Pero esas virtudes no bastan y se pide del susodicho habilidades en cierta manera inversas, que suele designarse técnicamente con la expresión dar contenidos: hacer confesiones inauditas en el puente de las emociones, mantener ante las cámaras conversaciones confidenciales, aceptar de buena gana las humillaciones que les propone la organización, protagonizar escenas amorosas o propiciar broncas atronadoras. Y la mayoría de los concursantes, a estas alturas, son viejos zorros adiestrados en esta clase de programas, dispuestos a dar generosamente lo que se les piden para alcanzar la meta última del famoseo. Y nosotros ya sabemos que la naturalidad en la televisión es solo una ficción más al servicio de la ley de hierro del espectáculo y el intríngulis reside en enriquecerse aparentando ser uno mismo.
Llegaron a la final cuatro supervivientes de perfiles muy distintos. Rocío y Ana María son parientes de estrellas consagradas del antiguo mundo rosa. Hugo, el uruguayo, uno de esos caballeros que unen el narcisismo más extremo con la ausencia total de interés, ganó una edición de GH hace años y se unió a otra famosa, Adara, ganadora de la última edición de GH VIP, con la que ha tenido una criatura. Y Jorge es un guardia civil desconocido, casado y con hijos pequeños, musculoso pero sin tatuajes, tierno y conservador. En suma, dos rosas de sucedáneo, un famoso y un don nadie. ¿Quién ganó?
Ganó quien no dio apenas contenido televisivo, quien se limitó a sobrevivir, quien drenaba con su aburrimiento la valiosa cantera. Contra todo pronóstico, ganó Jorge, ni rosa ni famoso. Un resultado tan desconcertante, fruto del voto popular, solo puede explicarse porque la audiencia soberana, angustiada por la pandemia, ha querido volver a los valores sobrios y seguros. En peligro de muerte, nos permitimos pocas bromas y damos nuestra confianza al tricornio.
Pero esto no durará. Me atrevo a asegurar que hubiera bastado que la final del concurso tuviera lugar en la fase 3 de la desescalada, qué decir durante la nueva normalidad, para que hubiera ganado alguno de los otros tres finalistas. El tránsito del rosa al famoso es, me temo, imparable. Por eso aprovecho la oportunidad que se me ofrece para desde aquí solicitar a las fuerzas políticas un pacto de Estado que corrija esta usurpación dolorosa que nos ha dejado a la mayor parte de los cotillas del país en triste estado de orfandad.
Javier Gomá Lanzón es filósofo, escritor y ensayista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.