_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

‘Supervivientes 2020’, telerrealidad de ciencia ficción

Los participantes de esta edición apenas eran famosos, pero su plácida existencia en la isla los volvió relevantes al ejercer como un bálsamo para millones de españoles

Una imagen de la primera gala de 'Supervivientes 2020'.
Una imagen de la primera gala de 'Supervivientes 2020'.

A finales de mayo, Supervivientes le puso a la concursante Elena Rodríguez un vídeo que en apenas cuatro minutos resumía, con banda sonora de thriller de acción, 15 semanas de pandemia. Ella apenas pudo mantenerse en pie ante ese sumario del Apocalipsis. Parecía una broma de aquellas que gastaban en Inocente, inocente, excepto porque no tenía ninguna gracia y porque Elena no es tan famosa como Catherine Fulop. Los espectadores, por su parte, observaron cómo Elena miraba las imágenes (las capas de realidad que puede generar Telecinco a estas alturas son, qué duda cabe, infinitas) y sintieron una mezcla de angustia, estupor y perspectiva sobre sus propias vidas: ese vídeo es más televisivo que cualquier cosa que haya ocurrido en la isla en toda la edición.

Pero paradójicamente todo el mundo ha vivido el fin del mundo desde casa, con el tedio que eso conlleva. Los participantes de esta edición de Supervivientes apenas eran famosos, pero su plácida existencia en la isla los volvió relevantes (casi sujetos experimentales) al ejercer como un bálsamo para millones de españoles: personas que viven solas y para las que esas pseudocelebridades en bañador han sido, junto al clan de Sálvame, su única compañía; o personas que solo podían asomarse a aplaudir a un patio interior y que tenían en Supervivientes lo más parecido a unas vacaciones que va a poder disfrutar en todo el año; o gente que prefería ver a un tal Avilés discutir con la nieta de Rocío Jurado porque al menos esas broncas, a diferencia de las que estaban dándose en España, no tenían consecuencias reales. ¿Cuántos de esos tres millones de espectadores sintonizaban Supervivientes tras un día entero escuchando tertulias con expertos hablando sobre cómo iban a morir? ¿Quién no querría ver, en su lugar, a Vicky Larraz contando cuánto detestaba a Marta Sánchez?

El público se pasó dos meses encerrado, solo animado por algún paseo gris ocasional al supermercado, pero en aquella isla todavía seguían pasando cosas. Rocío Flores lamentaba haber “perdido el culo” (no es una metáfora, ha adelgazado 15 kilos) y exclamó que seguro que al salir su padre Antonio David le decía que de cara estaba “igualita igualita” que su abuelo Pedro. Y esas tramas, aunque fuesen intrascendentes, sí avanzaban a diferencia de las nuestras, que seguían en pausa hasta nuevo aviso. Ah, el edredoning despreocupado. Los paseos al atardecer. Contarle tu vida desde cero a un desconocido. Hasta el aburrimiento (y de participantes aburridos ha ido sobrada la edición) resultaba reconfortante, porque al menos ellos se estaban aburriendo al sol. Todas aquellas actividades que nadie valoraba antes y que convirtieron a Supervivientes, por accidente, en el último programa de la civilización anterior y en una última oportunidad para que el público se despidiese de la antigua normalidad. Nunca la telerrealidad pareció tan ciencia ficción.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_