“Te quiero mucho papá, muchísimo”: la carta de una lectora a su padre antes de que falleciese
EL PAÍS selecciona cuatro cartas de los lectores en los que hablan de sus familiares fallecidos
Querido papá,
Te escribo estas líneas porque es muy difícil conseguir hablar contigo desde Australia. Y la verdad es que me duele mucho, muchísimo, no poder comunicarme contigo en estos momentos. Hablo con mamá y Esther a menudo y me mantienen informada.
Siento que te haya tocado estar ingresado sin visitas durante la peor crisis sanitaria que no solo España, sino el mundo entero, está viviendo. Lo que me consuela es que Esther me dice que el equipo médico que se ocupa de ti es muy bueno y que, además, son muy amables y la atienden cuando llama para informarse. La verdad es que es de agradecer, y mucho en las condiciones actuales.
Espero que estabilicen el funcionamiento del riñón, que puedas regresar a casa junto a mamá y que puedas ver más a menudo a mis hermanos. Yo seguiré lejos, pero al menos conseguiré hablar contigo y quizás verte cuando ande alguno de ellos cerca y te puedan mostrar en la pantalla del móvil. Pero sobre todo espero que respondas bien al tratamiento.
Tenía planeado pasar unas semanas en Tenerife en agosto, pero ahora mismo los vuelos internacionales están casi todos cancelados. Esperemos que para entonces hayamos salido de esta pesadilla. Aquí en Canberra, hace tres semanas, se acabó por momentos el papel higiénico en los supermercados. Y me vino a la cabeza la imagen de las páginas amarillas recortadas en el aseo de la abuela, tu madre.
Pensé en lo humilde que fueron tu infancia y tu juventud, en todo lo que luchaste y trabajaste y en todos los sacrificios que hiciste que nos han permitido llegar a todos donde hemos llegado. Junto a mamá, también luchadora y trabajadora, sois definitivamente los mejores padres del mundo entero y parte del extranjero.
Papá, espero de todo corazón que ahora que han dado con el diagnóstico consigan aliviarte el dolor y que puedas volver a disfrutar de las cosas que te gustan, sobre todo la comida y la música. Cuando Esther me decía que comías sin apetito, y sobre todo que no encendías la radio, me apenaba mucho.
De este último viaje guardo con especial cariño el recuerdo del ratito que pasamos juntos en la cocina, tú escuchando música y yo degustando un pedazo de la tortilla de patatas deliciosa que tanto te había costado hacer.
Te quiero mucho, papá, muchísimo, y espero poder volverte a echar la vista encima pronto.
El texto anterior es un extracto de la carta que escribí a mi padre. Nunca quiso comprarse un smartphone y me había sido imposible hablar con él desde su ingreso el 13 de marzo. Falleció el 3 de abril, después de casi tres semanas solo en el hospital. Afortunadamente permitieron que mi hermana Esther le acompañase, con restricciones (mascarilla, guantes, confinada en la habitación), durante sus últimas horas. Fue solo entonces cuando mi hermana pudo leerle mi carta, cuando ya no había ninguna esperanza.
“No pude verte una última vez”
Léa Dimant De Visscher / Barcelona
Antes de que te intubasen ya estabas muy débil. Tú, que siempre me chinchabas porque no te escribía lo suficiente: “¡Ah, pero si tengo una hija!”, me repetías. Ahora ya no me decías nada, me enviabas algún corazoncito cuando te daba la energía. Después de dos semanas intubado por fin llegó una buena noticia. Al día siguiente te iban a hacer la traqueo. Me apresuré en contárselo a la familia que tenías repartida por el mundo. Por fin una buena noticia. Por fin una pequeña luz al final de este largo túnel de incertidumbre, de pesadillas y de angustia. Siempre con ese “volver o no volver” en la cabeza. Volver era darme por vencida, era llamar al mal tiempo, o así lo pensaba. Absurdamente.
Y entonces llegó el viernes: “Skype YA”, ponía en el mensaje. Nos dijeron que podíamos venir a despedirnos, que la cosa pintaba muy mal. Aún le escucho decir, detrás de su pantalla latinoamericana, lo que todos estábamos pensando: “¿Pero qué ha pasado?”, la misma pregunta que me hicieron aquellos a los que el día anterior les había dado esperanza. A los que les dije que él era una roca, que de esta saldría, que no podía ser de otra manera. El rayo de luz se convirtió en un fluorescente que nos cegaba el alma.
Si pasabas la noche estabas fuera de peligro. Te aferras a ese 1%, por mucho que sepas que solo te haces más daño.
Me desperté a las 5 de la mañana para ir a agarrar el vuelo de las 8 en el único aeropuerto abierto de París. Miré el móvil. Tres llamadas perdidas a medianoche, hacía 10 minutos que dormía. Te impones un muro: ducharse, cerrar la maleta, cerrar la casa, salir. Y entonces lo vi. Esa persona que la noche anterior me dijo “me da igual la hora a la que sales o el confinamiento, te llevo al aeropuerto. No es negociable”. Se lo vi en la cara. Él sí estaba despierto cuando llamaron. Entre mascarillas y guantes nos fundimos en lágrimas en el amanecer parisino.
Lloré todo el viaje de avión, y en el aeropuerto, y en el taxi, y en casa. Porque no pude despedirme. Con una inmensa gratitud porqué ella si pudo, y ellos también. Porque mucha gente que ha vivido lo mismo no pudo.
Pero yo no. No pude verte una última vez. Y por mucho que el racionalismo me mantenga un poco a flote, que piense que no me hubiese gustado verte así, postrado, tú, siempre tan fuerte, me duele el alma al pensar que mis hijos se perderán el mejor abuelo del mundo.
Ese es para mí el drama del confinamiento, no poder despedirte de los tuyos. Y tener que vivir el duelo sin los tuyos. Sin sus abrazos, sin sus caricias. La tristeza que te invade cada vez que cuelgas el teléfono y recuerdas que ahí sigues. Solo, delante de tu pantalla. Saber que para los otros el dolor es igualmente grande: los que lo conocían tienen ese dolor de la pérdida del que no se lo merecía. Para los que nos conocían a nosotros está el dolor de no poder estar, de sabernos solos, de sabernos perdidos en un mar de lágrimas en este espacio-tiempo suspendido que te priva de esa cotidianidad que en momentos así te permite sobrevivir.
“Llorar con abrazos desatasca, mientras se susurran frases que acarician”
Beatriz Moreno Milán / Madrid
Hace más de un mes perdimos a mi padre, víctima de esta pandemia. Murió pocos días después de empezar la primavera, en absurda contradicción con el florecer de la vida. Su muerte está siendo tan inmanejable para mí y mi familia que no dejo de cuestionarme el duelo y sus dichosas fases, a la vez que contemplo con desesperación cómo la escandalosa cifra de muertos se convierte en un simple listado.
Todo transcurrió tan rápido que ni llegamos a sospechar de su trascendencia. Mi madre vio a mi padre, por última vez una semana antes de morir. Salió de casa hacia urgencias por su propio pie, escoltado por dos sanitarios de ambulancia. No tuvo la opción de acompañarle esa noche. Tampoco la de aparecer por el hospital los días posteriores. Nunca más le volvió a ver. Que conste que entiendo (e incluso agradezco) la misión preventiva de los sanitarios. Pese a ello, sigo soñando con otro final más justo, más romántico, más amable. ¿Y si ella hubiera tenido la oportunidad de verle un instante, de tocarle, de acariciarle? ¿A quién correspondía esa decisión? ¿A quién pedirle cuentas ahora? ¿A quién le importan estas respuestas?
Me siento muy absurda apelando al fútil consuelo moral, cuando parte del planeta se está desmoronando. Lo peor de perderle es haber sido despojados de la oportunidad de cuidarle, de acompañarle y de velarle. No tener nada que decir sobre un hecho tan íntimo y nuestro resulta tan devastador que puede llegar a desesperarnos.
Un mes más tarde de su muerte, pudimos enterrar sus cenizas, sin funeral ni música. También solos. Siempre he sido escéptica con los rituales funerarios, pero jamás pude imaginar cuánto extrañamos la marabunta de familiares y amigos llegando al velatorio, el colorido de las flores y esos mensajes de amor en voz alta. Atrapados en nuestras respectivas casas y sin el calor de los abrazos, nos sentimos congelados, anestesiados. Es imposible dar salida a las lágrimas.
“Papá, no pudimos abrazarte, ni besarte, ni decirte adiós”. Nos seguimos escondiendo y seguimos soñando con otro final, al tiempo que ponemos nuestro empeño en buscar un sentido a este ingente dolor. Tratamos de apartar de la cabeza esa maldita despedida que nunca tuvo lugar y buscamos un poco de paz, aferrándonos al recuerdo de su sonrisa, de su voz. Sería imperdonable perder, también, la perspectiva de una relación de toda una vida. Hacemos lo que podemos, aunque sintamos que nada es suficiente. Me sigue atormentando -por qué no decirlo- imaginar su soledad ante esa muerte inhumana. Aislado en la cama del hospital y necesitando el calor de nuestros abrazos, en esos momentos de consciencia, donde su última mirada tampoco nos encontró a su lado.
También me inquietan (y mucho) las secuelas de todos esos abrazos que mi familia y yo nos hemos perdido (y seguimos perdiendo), necesariamente aislados en la fase 0. Llorar parece fácil, pero no lo es. Sé que llorar con abrazos desatasca, mientras se susurran esas frases interrumpidas que acarician y calman. Queremos nuestros abrazos. Todos. Aunque sepamos que querer lo imposible tampoco sirve de nada.
La sonrisa invencible
José María Atienza Borge / Valladolid
El nombre de mi abuela, Teodora, significa “regalo de Dios”. Uno de los entretenimientos favoritos de Teodora Benayas en el último tramo de su vida era colorear sencillos mandalas para niños. Eso era precisamente lo que hacía la última vez que la vi. Sin salirse de los bordes, combinando los colores a la perfección. “Debe estar deseando que la saque a pasear por la galería de amplios ventanales”, pensé yo, creyendo que aliviaría así el tedio de su rutina. Pero la realidad era que le encantaba pintar. No es que matara el tiempo con sus pinturillas, es que disfrutaba haciéndolo.
“¿Por qué me quitas de pintar?”, me preguntó cariñosamente aquella mañana. Me miró a los ojos con una sonrisa. Su rostro irradiaba la dignidad de siempre. Aquel talante lo llevaba pegado a su piel como una delicada fragancia.
Formuló la pregunta y yo me detuve a medio camino entre la sala de estar comunitaria y la galería. Y entonces me percaté de algo: me hice cargo más que nunca de la tremenda dignidad que revestían sus decisiones, de la increíble consciencia y entereza que rodeaba toda su anciana vida. Y así regresamos a la sala. Pinté con ella durante más de una hora. Pinturilla en mano, a veces en silencio, a veces sopesando entre las dos el color más adecuado para pintar la trompa de un elefante o la bellota que cargaba en su lomo una ardilla. Mi mano acariciaba de tanto en cuando su nuca y ella me miraba y sonreía. Y entre un colorín y otro me preguntaba cuando me casaría, si me veía más guapo o más gordito. Y yo la interrogaba acerca de su interés por ver el mar y le prometía que disfrutaríamos juntos de muchas andanzas cuando llegara el buen tiempo.
Cuando me marché aquella mañana leí un agradecimiento especial en sus ojos. Antes de bordear el alfeizar me giré para mirarla y comprendí cuan bello es tratarse como a iguales a cualquier edad, cuan imprudente es creer que el exceso de energía de los que somos más jóvenes puede llevarnos a decidir por ellos y restarles un ápice de su dignidad.
Ella nació en 1921, hace casi un siglo. Semanas antes de su alumbramiento, Chaplin había estrenado en Estados Unidos su película El Chico. En España, el escultor palentino Victorio Macho exponía su obra en el palacio de Bibliotecas y Museos de Madrid. Pero lejos de todo ello, en el humilde pueblo de Castromocho, nacía una criaturita que apenas pesaría dos o tres kilitos.
El 20 de abril hubiera cumplido 99 años, pero un virus despiadado acabó con su vida. No pudieron con ella la guerra ni los años de escasez, tampoco la dictadura ni la viudedad temprana, no la doblegaron el desánimo ni las dificultades, ni la fatiga de los años. Tuvo que ser un virus nanométrico pero letal el que se ha colado como un genocida dentro de su cuerpo y ha acabado con ella. Y la ha obligado a esfumarse de un plumazo, como un susurro se desvanece en el viento, al igual que una paloma desaparece en el sombrero de un mago siniestro. Cuanta tristeza me produce esto. Apenas alivia mi melancolía un convencimiento muy íntimo: mi confianza en la sabiduría perspicaz de mi abuela y en el extraño don de su infatigable sonrisa: la sonrisa invencible de Albert Camus. Sé que con ella por bandera habrá cruzado el misterioso umbral de esta vida con dignidad y la cabeza bien alta, orgullosa de sí misma, sabedora de que es mucho el amor que le teníamos y mayor aún el que ella nos ha regalado.
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