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Por WhatsApp, sesión judicial; a su lado, su madre fallecida

La lectora, magistrada de guardia, describe una cita de reconocimiento judicial mientras la médica forense certificaba la muerte de su madre

Ilustración de Denís Galocha
Ilustración de Denís Galocha

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

24 de abril, 10 a. m. Como magistrada del juzgado de guardia en servicios esenciales, de internamientos psiquiátricos involuntarios de Vigo, acababa de acordar con el médico forense y con el psiquiatra de la Unidad de Agudos del hospital Álvaro Cunqueiro realizar a las 11.00 y por medio de vídeo-WhatsApp el preceptivo reconocimiento judicial a las cinco personas que, contra su voluntad, habían sido ingresadas en dicho hospital en las últimas 48 horas.

No se preveía que mi madre se fuese a morir tan pronto. Yo estaba con ella en su residencia cuando ocurrió. Eran las 10.30 de ese día. No cuento qué pasó ni lo que sentí porque no viene al caso. Solo que la cubrí con su impecable sábana blanca bordada.

Dieron las 11.00 y el plazo se cumplió. Sonó el teléfono. En vídeo-audio, protegida hasta los dientes frente a la covid-19, bloqueada por los acontecimientos y sin que se me hubiera ocurrido solicitar mi reemplazo me puse, casi de forma automática, al habla con los pacientes y con sus responsables sanitarios. Uno a uno, los fui entrevistando como si no me hubiese pasado nada.

Una fotografía de la madre de María Dolores Galovart.
Una fotografía de la madre de María Dolores Galovart.

“Ahora, señoría, si le parece, pasamos al siguiente enfermo. Verá. Este señor hizo un intento autolítico y sigue muy deprimido. Es necesario continuar con el tratamiento”. “Le pongo al paciente”.

En esta situación, con el interno delante de la cámara de mi móvil y ya empezando mi presentación, tocaron a la puerta de la habitación. Era la médica forense que venía a certificar el fallecimiento. Entró, contempló la escena, nos miramos, nada le expliqué, nada me preguntó y nada me dijo. Solo sus ojos delataron estupor y pena. Transcurrido un largo silencio cómplice, cada una continuó con lo suyo, con su trabajo.

“Bueno, como le decía al principio, esta joven fue ingresada de urgencia porque tuvo un episodio psicótico. Es menor de edad. Sus padres no entienden nada y no se separan de ella”. “Ven, Alejandra, acércate al móvil que quieren hablar contigo”.

“Buenos días Alejandra. Soy la juez. Solo quiero saber cómo te encuentras y que me digas por qué estás ahí. Tengo que comprobar si fue necesario tu ingreso y si tengo que autorizarlo y mantenerlo”. “Tú qué dices ?”. “Pues que no sé qué me pasó. Solo quiero irme a casa”.

Mientras tanto, en medio de aquel frenesí, allí, a mi lado, mi madre descansaba. Estaba acostumbrada a lo imprevisible. Por eso, seguro que no le importó lo que estaba haciendo y que, como en muchas ocasiones, me dijo: “No te preocupes por mí, haz lo que tengas que hacer”. Fue su último apoyo.

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