Jorge de Dompablo, cura: “Hay quien utiliza la religión para creerse mejor que los demás despreciando al resto”
El religioso ha trabajado con heroinómanos y ahora vive en una casa a las afueras de Madrid acogiendo a migrantes

“Siempre bien”. El sacerdote Jorge de Dompablo (Las Navas del Marqués, Ávila, 68 años) responde con una enorme sonrisa al recurrente “¿Qué tal estás?” del inicio de casi cualquier conversación. Enseguida se lanza a contar cosas, mientras enseña las dos casas (una de ellas una antigua estación de tren) a las afueras de Madrid en las que convive con doce migrantes. “El año pasado tuve la suerte de viajar a Roma a ver al papa Francisco con el capellán de la cárcel de Navalcarnero, varios presos y sus familias y Javi Baeza, de San Carlos Borromeo de Vallecas. ¡Fue un encuentro tan bonito! Yo le conté que en mi parroquia celebramos comunitariamente y que el evangelio lo lee una mujer y me respondió: ‘Sigue haciéndolo”.
Pregunta. Si le parece, empezamos por el principio.
Respuesta. Soy el noveno de 14 de hermanos. En 1963 nos vinimos a Madrid y a algunos de nosotros nos llevaron a un colegio interno que se llamaba Orfanato Nacional del Pardo, donde además de huérfanos había algunos que no lo éramos, pero nuestras familias pasaban por dificultades. Ahí estuve hasta los 14 años, qué época tan dura.
P. ¿Qué recuerda?
R. Intento quedarme con lo bueno, pero no se me olvida el frío, la soledad, el abandono. El cariño de mis padres y mis hermanos sí lo tuve, pero en aquel lugar nos transmitían pocos valores y poca cultura. Solo tres de los 14 hermanos pudimos estudiar. Uno fue periodista, otra enfermera y yo me fui al seminario. Trabajábamos al tiempo que estudiábamos. El primero fue sereno, mi hermana y yo en la tienda de ultramarinos de mis padres.
P. ¿La vocación cuándo nace?
R. [Toca la Tau de madera, símbolo de San Francisco de Asís, que lleva colgada al cuello]. Creo que estuvo ahí siempre. Desde pequeño me ha gustado siempre mirar hacia lo alto, a las estrellas, el sol y las nubes. Pensaba: “Ahí tiene que haber algo más”. También ayudó a decidirme la comunidad de religiosas mercedarias del orfanato, que eran maravillosas, no tanto los funcionarios. Me dolía mucho pensar que cuando nosotros nos marchábamos a pasar el fin de semana con nuestros padres, había otros tantos que se quedaban allí. Veía a Dios como ese ser pendiente de nosotros, que nos quería y nos abrazaba, y quise hacer lo mismo.
P. Llega al seminario con esa vocación. ¿Cuándo surge la primera decepción?
R. He tenido mucha suerte, porque encontré un equipo de formadores que nos invitaban a participar y a opinar de todo lo que se hacía. De hecho, jamás dormí una noche en el seminario, porque nos mandaron a vivir a los barrios. Yo me fui al mío, Caño Roto, en Carabanchel, donde había mucha droga y marginalidad. Eso es lo que querían, que no fuéramos élite, que viviéramos el dolor de la gente. Me hizo caer de un dios en lo alto a un dios en las personas. Uno de los lemas del seminario era: “Cura en medio de la gente”.
P. Y en ese Madrid donde reinaba la droga en tantas partes decide actuar…
R. El cura de mi barrio abrió la casa parroquial a los toxicómanos, entre ellos a algunos de mis amigos, así que decidí adentrarme y tomar partido, aunque no siempre lo hicimos bien. Nos costó darnos cuenta de que el culpable no es el adicto, sino quienes introdujeron la droga. Aquello era una forma de control social. Recuerdo perfectamente cuando murió mi hermano (el periodista Manuel de Dompablo, fallecido en un accidente de avión en Málaga), que entró una vecina a darnos el pésame, madre de un toxicómano, y me dijo: “Ojalá hubiera sido mi hijo”. En todo ese tiempo se me han muerto muchos, he ido a comprar droga y los he visto pincharse, ya te he dicho que no todo se hizo bien, pero también he tenido momentos de enorme esperanza. Así estuve durante 29 años, ayudándonos entre nosotros, porque de las instituciones, poco, tanto las públicas como la iglesia. Solo hay una excepción: Cáritas. Tanto nacional como la de Madrid. De hecho, vivo aquí porque no hay una casa parroquial para mí.
P. Hábleme de este lugar en el que estamos y de sus convivientes.
R. Después de tantos años con toxicómanos, nos empezamos a topar con otras realidades. No sé si te acuerdas de aquellas noticias acerca de un grupo de negros que se cobijaban en los bajos de la plaza de España, por ejemplo. Dejamos de tener peticiones de chicos con problemas de drogadicción y aumentaron las de inmigrantes. Yo estaba entonces en una parroquia cerca del Estadio Santiago Bernabéu, iba con el pelo largo, con poncho y zapatillas, no veas cómo me miraban, era el primer cura sin clériman. Me echaron de la casa parroquial porque se inventaron que los chicos daban problemas, y como no había sitio para mí en ninguna parte, me fui a hablar con el gerente del Canal de Isabel II, Roque Gistau. Me escuchó, hizo una llamada y me dio unas llaves. “Vete a ver esta casa y si te gusta, ahí la tienes”, me dijo. Esto estaba abandonado, con las ventanas rotas, llena de ratones. Pero no quería ser de esos curas de los que hablaba el cardenal Suquía, solo de eucaristía, catequesis y confesión, había visto a Jesucristo en otros sitios. Venirme aquí fue una cierta ruptura con la institución y a la vez darme cuenta de que esto es el verdadero evangelio, la verdadera iglesia.
P. ¿Cuánta gente ha pasado por aquí?
R. Calculo que unos 100, 150, y con unas experiencias de vida tremendas… Llegan destrozados, pero son los que me han enseñado a vivir. Merece la pena creer en las personas, en ellos y en los voluntarios que nos ayudan. Primero se les acoge y se les conoce, se analiza la situación, ver si tienen NIE, permiso de residencia. Se les ayuda con el papeleo, se les da clases de nuestro idioma a los que lo desconocen, a los adultos se les intenta llevar a un centro educativo, y en otros casos se les forma en un oficio para que puedan trabajar, pero en casa hay que tenerlo todo cubierto. Una vida digna.
P. Las personas que conviven con usted son hombres. ¿Qué pasa con las mujeres?
R. He tenido algunas, pero muy pocas. En la época dura de las drogas eran mucho más rechazadas que ellos.
P. ¿Por qué?
R. Se deterioraban enseguida y parecía que eso en una mujer estaba peor visto. Tenían una enorme dependencia de los hombres, estaban sometidas a entornos de violencia. Pasa lo mismo con la inmigración, hay muchísimas mujeres, pero todo en ellas está escondido. No se puede decir los lugares en los que están, y son víctimas de trata. La de ellas es una situación durísima.
P. El rechazo al migrante campa por sus anchas en la conversación pública, y engorda la urna de votos de los racistas.
R. Es porque no conocen. Yo los veo todos los días, pero si ellos conocieran a esas personas comprenderían el dolor y lo sentirían. El hermano de un chico que vive aquí, intentando venir, murió porque se hundió su patera. Cuando ves que alguien pierde la vida por querer vivir no solo mejor, sino simplemente vivir, te da pena que hay gente que no descubra al otro, esa falta de humanidad. Que no se reconozca la violencia hacia las mujeres, hacia el diferente. Como si no fuéramos todos iguales. Pero lo que vivimos hoy no creo que sea peor que en otros tiempos. Lo que pasa es que lo vivimos nosotros.
P. Cada día, en la parroquia que hay entre las calles de Marqués de Urquijo y Ferraz, muy cerca de la sede del PSOE, se reza el rosario y a continuación se pronuncian frases como: “No son menores, son invasores”.
R. Recuerdo un libro que leí que decía: “Cuando alguien te dice que reza por ti, despreocúpate, porque no va a hacer más”. Rezar en al vacío no solo no es bueno, sino que es dañino. Hay quien utiliza la religión para creerse mejor que los demás despreciando al resto. Esos niños y niñas tienen madre y padre, hermanos.
P. Si Bergoglio se puso Francisco porque San Francisco de Asís era el loco de Dios, ¿cuánto de loco tiene usted?
R. Es que todo esto es una locura. Pero una locura de amor.
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