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TINTALIBRE
Tribuna
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Crítica de la crítica de redes sociales

‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de Ekaitz Cancela, autor de ‘Utopías digitales’, para reflexionar el papel de las redes

Un circuito electrónico en una imagen de archivo.
Un circuito electrónico en una imagen de archivo.Florence Lo (REUTERS)

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La crudeza del diagnóstico sobre el poder efectivo y la función real de las redes sociales conduce al autor a demandar la transformación de las redes en “instituciones sociales” en las que podamos definir “de manera democrática las condiciones del lenguaje y los procesos creativos que usamos para comunicarnos”. ¿Es factible la reversión del actual funcionamiento de las redes sociales? ¿Quién debería asumir esa transformación?

El poder político que han acumulado las redes sociales como instituciones centrales de nuestra vida pública, junto al corrosivo impacto del consumo irreflexivo promovido por el scroll cotidiano, son fenómenos que han moldeado profundamente nuestra era. Esas pasiones tristes y depresivas de la modernidad digital, aparentemente incontrolables, han permanecido latentes durante casi una década, pero en los últimos meses nos han golpeado con especial intensidad. El ascenso de Donald Trump y la llegada de Elon Musk al epicentro del poder estadounidense, como propietario de X (anteriormente Twitter), representa quizá uno de los episodios más rocambolescos del presente histórico, resultado de las transformaciones desatadas por la revolución de los medios de comunicación en los últimos años. No se trata únicamente de la fuga masiva de usuarios que la plataforma ha experimentado —casi un 10% de los 611 millones que la conforman—, ni de las idealizaciones nostálgicas sobre una libertad supuestamente perdida en los inicios de internet. Más bien, este fenómeno encapsula el complejo vínculo entre tecnología, poder y el imaginario colectivo contemporáneo.

No son solo redes sociales, estúpido

Las tecnologías de la información, los datos y las infraestructuras que producen no deben entenderse eminentemente desde una dimensión ideológica, como facilitadoras de la guerra cultural de la ultraderecha, sino desde su conexión con la economía, el calentamiento global o las guerras. Ambas esferas –en la jerga de las relaciones internacionales, el soft power y el hard power– comenzaron a diluirse en los albores de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos consiguió expandir su imaginario de la posguerra, fusionando los esfuerzos de Wall Street y Hollywood para crear un mercado global donde todo el planeta estuviera conectado. Internet, desarrollado gracias al dinero del Pentágono, la CIA y el Ejército, se convirtió en algo así como la fábrica y el supermercado al mismo tiempo, el espacio de trabajo y de juego que cada ciudadano recibía como parte de la herencia ilustrada cosmopolita tras la superación de los totalitarismos del siglo XX.

Las tecnologías de la información no deben entenderse eminentemente desde una dimensión ideológica, sino desde su conexión con la economía, el calentamiento global o las guerras

Pero la realidad siempre fue algo más complicada. Ciertamente, el ágora propiamente dicha nunca fue el valor más elevado en la configuración de las plataformas digitales. Como han demostrado los estudios de los hermanos Dan y Herbert S. Schiller, desde el principio, estas plataformas estuvieron basadas en la mercantilización de la sangre de la democracia, la información, y la privatización de las infraestructuras de comunicación de masas. Siempre fueron imaginadas como la base sobre la que reestructurar buena parte de la economía global tras la crisis industrial de los ochenta y la posterior crisis financiera de 2008. Por eso, no podríamos entender el rol que juegan las redes sociales, ni su regulación, pensándolas meramente como mecanismos para la producción y distribución del conocimiento, como si no existiera una agenda económica y geopolítica detrás de las decisiones que toman las cajas negras de los algoritmos que las sostienen. Incluso lo reconoció el republicano Mitt Romney cuando afirmó que la difusión masiva de contenido pro-palestino en TikTok durante el conflicto en Gaza se encuentra en el centro de los intentos de Estados Unidos por bloquear la plataforma china, suceso que coincidió además con la aprobación de los paquetes de ayudas a Ucrania.

Pero volvamos de nuevo al caso de Elon Musk, definido entre los juristas heterodoxos norteamericanos como “el maquiavelo del mercado”, el arquetipo par excellence del empresario moderno de tradición libertariana procedente de la costa oeste californiana. Lejos de ser solo un magnate de las redes sociales, Musk ha logrado cambiar la percepción y los hábitos de consumo sobre los coches eléctricos gracias a su empresa Tesla, impulsando baterías como Powerwall y Powerpac que reducen las emisiones de carbono y orientando la estrategia de producción de energías renovables del país. También ha creado SpaceX, responsable de tres cuartas partes de todos los objetos lanzados al espacio el año pasado y que enviará cinco naves no tripuladas hacia el planeta rojo el próximo año; una empresa que, además, se adjudicó la nueva red del Pentágono para vigilar permanentemente a todo el planeta mientras Joe Biden aún estaba en la Casa Blanca. Por último, ha desplegado su red Starlink en la puerta trasera de China, permitiendo a Ucrania conectar sus drones así como las redes de telecomunicación que permiten al Ejército operar. En los últimos años, el billonario ha conseguido emerger como uno de los proveedores principales de servicios tecnológicos de las administraciones del gobierno federal estadounidense.

El hecho de que buena parte del debate público sobre la regulación de las redes se centre en alertar sobre los peligros de este influencer de ultraderecha, evita problematizar las lógicas ulteriores: las funciones políticas que adopta el empresario, principalmente el que opera en Silicon Valley, en las funciones del gobierno en la era neoliberal. Las redes sociales ponen de manifiesto cómo el desarrollo del poder corporativo ha ido bifurcando los conceptos de democracia y economía de mercado en las sociedades capitalistas contemporáneas; la unidad que el liberalismo de posguerra había prometido mantener unida para garantizar la paz. La elección de Musk como representante del Departamento de Eficiencia Gubernamental, junto con el multimillonario Vivek Ramaswamy, es una broma macabra que captaba, sin sorna, un titular de Reuters: “Podría impulsar las asociaciones entre tecnología y defensa, facilitando que las pequeñas empresas participen en proyectos conjuntos con los grandes contratistas de defensa”.

Elon Musk
Elon Musk habla en un mitin de Donald Trump en Madison Square Garden, en Nueva York, durante la campaña electoral de EE UU.Evan Vucci (AP)

La libertad como servicio

Hasta el momento, la única respuesta al auge de las redes sociales como dispositivos para la consolidación de la hegemonía cultural de la ultraderecha, y de sus líderes como protagonistas de la política estadounidense, ha sido la negación de esta separación y la apelación a una suerte de disfunción en el capitalismo que la regulación, entendida como la creación de un entorno legal para el despliegue del mercado de la información y el conocimiento, podría ayudar a corregir. Nadie en el Estado ha agitado esta bandera con tanta fuerza como José María Lassalle, responsable de la política cultural estatal durante el primer Gobierno de Mariano Rajoy y de asuntos digitales durante el segundo.

Pero, respondiendo a la sublevación liberal que propone en Ciberleviatán (Arpa, 2019), ¿cómo se establecen los derechos del homo digitalis (especialmente, el derecho individual, no corporativo, a la propiedad de los datos) cuando la información no solo es central para garantizar una esfera pública democrática, sino para engrasar las máquinas de guerra o los cohetes que garantizan la supremacía estadounidense en la carrera hacia Marte? En otras palabras, ¿es compatible la libertad individual, garantizada por un intercambio regulado de mercancías digitales, con las necesidades militares y geoeconómicas de Estados Unidos en su intento por vencer a China y crear un nuevo mundo hobbesiano sumido en una guerra de todos contra todos permanente, como ilustran las fuertes tensiones en Oriente Medio, África y Asia?

Resulta complicado creer que el bienestar colectivo, garantizado mediante el Estado débil y regulatorio que proponen los liberales, se impondrá a la agenda de seguridad nacional y a un Estado fuerte

Del mismo modo a lo ocurrido tras el giro neconservador estadounidense durante los atentados del 11-S, resulta complicado creer que el bienestar colectivo, garantizado mediante el Estado débil y regulatorio que proponen los liberales, se impondrá a la agenda de seguridad nacional y a un Estado fuerte que actúa violentamente para garantizar su presencia en la economía global mediante una agenda belicista. Recurriendo a otro ejemplo, en un momento en que las agencias de seguridad nacional y los contratistas de defensa estadounidenses utilizan el modelo de inteligencia artificial de código abierto Llama, desarrollado por Meta, ¿cómo podemos creer que bastará con apelar a la “propiedad de la persona” y “la ley natural”, dos marcos tradicionalmente liberales, a la monetización garantizando la privacidad, al ideal de unos “gentlemen cuya excelencia descansa en una superioridad epistemológica y moral”, como hace el modelo de “capitalismo con rostro humano” propuesto por Lassalle?

Los liberales deben reconocer que la supervivencia del capitalismo ya no es compatible con la democracia representativa. En un momento de crisis sistémica, los Príncipes contemporáneos como Elon Musk pueden convertirse en órganos de las más modernas ideas y, al mismo tiempo, representar estos hechos desde un interés de clase completamente reaccionario. Ello es así porque han conseguido entender que la única forma de garantizar que las relaciones de dominación se mantengan intactas en el siglo XXI es abrazar el fundamentalismo de mercado. Al menos en la teoría, señala el intelectual Evgeny Morozov sobre esta agenda, “los mercados prometen un método universal de resolución de problemas, mucho más eficiente y racionalizado que la política democrática.” Personajes como Musk, Milei, Bolsonaro o el mismo Trump lo han comprendido como nadie y, gracias a las redes sociales, han ido desplazando progresivamente a los poderes públicos liberales del centro de la vida pública para introducir en su lugar los negocios que han iniciado en los últimos años.

Mediante lecturas atentas a pensadores marxistas como Antonio Gramsci, la ultraderecha ha entendido cómo funciona el capitalismo mejor que muchos comunistas. Leo Kofler, uno de los teóricos más brillantes –y olvidados– de la Escuela de Frankfurt, entendía el fetichismo sobre los bienes de mercado como una “etapa primaria de reflexión ideológica”. Es como si la aceptación ‘irreflexiva’ de la inevitabilidad económica y el destino social asociado en la conciencia cotidiana ocurriera de una forma espontánea e irracional. Como descubrieron teóricos nazis de la información como Joseph Goebbels, la conformidad ha dejado de generarse por la orientación hacia visiones del mundo normativas, como las de la modernidad, sino que se sostiene sobre la manipulación de la psique masiva: las formas ideológicas de la represión a escala global se incrustan en las estructuras de la mente. Este modo a través del que se ejerce la mediación del poder, que las redes sociales han perfeccionado con sus mecanismos adictivos para mantenernos conectados (por eso, estas empresas contratan a tantos antropólogos y psicólogos como ingenieros), se desarrolló y se optimizó en las décadas de prosperidad del New Deal. La publicidad, el marketing y las relaciones públicas, en detrimento de un periodismo comprometido con una verdad disociada de la propaganda política y empresarial, fueron centrales en esta estrategia.

En un momento en que las redes sociales, centrales para los nuevos formatos publicitarios, se muestran como claves para conquistar esa esfera inconsciente que modela nuestras vidas, la dominación del mercado sobre cualquier otra alternativa institucional social se ha impuesto a través de un sistema de formateo psicológico y una internalización de los imperativos, sean en materia de economía política, ecología o seguridad nacional. De esta forma, mediante los mecanismos de consumo, las plataformas de comunicación sirven para que las personas sean socializadas de tal manera que, voluntariamente, hagan lo que los empresarios esperan de ellas, consolidando sociedades que gobiernan los deseos más íntimos del ser humano a través de la llamada libertad de mercado.

En este contexto, la arquitectura digital se ha convertido en el marco normativo dominante de la racionalidad neoliberal: métricas cuantitativas y sistemas de clasificación que evalúan el contenido no en función de su calidad o significado inherente, sino mediante un sistema de valoración numérica que precede a la comunicación, a lo consciente, y que está diseñado para generar atención y participación sencilla, activa y entusiasta en el consumo de mercancías; un mecanismo de atracción y compulsión nacido tras la Segunda Guerra Mundial para que los mercaderes carismáticos sustituyeran a los líderes nazis. Así retrata este fenómeno contemporáneo el episodio de Black Mirror titulado “Nosedive”, donde cada aspecto de la vida cotidiana queda reducido a una puntuación, destacando que la lógica de la cuantificación no solo rige nuestras interacciones digitales, sino que se extiende a nuestras relaciones interpersonales en el mundo físico, borrando por completo la barrera entre ambos.

Las redes sociales se han convertido en la infraestructura básica para que el mercado se extienda sobre cada esfera de nuestra vida

Aunque estén reguladas, las plataformas digitales no pueden escapar al sistema de significación subyacente creado por las empresas tecnológicas y sus códigos algorítmicos, que interceptan, manipulan, amplifican y promueven la autoexplotación voluntaria de los deseos individuales. Ello es así porque las redes sociales se han convertido en la infraestructura básica para que el mercado se extienda sobre cada esfera de nuestra vida. Ciertamente, del ideal humanístico anteriormente competitivo de la burguesía liberal, representado por John Locke y Adam Smith, no queda nada más que un individualismo competitivo, basado en estrategias de significación como los “me gusta”, “publicar” y “compartir”, saturado con una visión pesimista del ser humano, que nos acerca a la idea de Hobbes del ser humano como un depredador que persigue sus propios intereses, que busca validarse o navegar la ansiedad contemporánea.

¡Socialicemos las infraestructuras de comunicación!

Elon Musk solo es uno de los capitanes de una maquinaria tecnológica que impone el miedo, la desesperación, la amenaza de muerte y la culpa en el capitalismo tardío. Sin embargo, la esperanza colectiva, el entusiasmo radical, el ímpetu por actuar con otras personas, el amor, la belleza, la celebración de las causas compartidas, el afán por la verdad, también pueden ser ‘potenciales’ latentes en los sujetos contemporáneos. Cualquier alternativa a las redes sociales nacerá de superar el nihilismo burgués decadente que representan tanto las facciones liberales como las reaccionarias en el siglo XXI. De lo contrario, seguiremos atrapados en el marco de Locke, que apelaba a un “pasado medieval” para reivindicar una nueva “modernidad ilustrada” del mismo modo en que autores contemporáneos emplean dicha fundamentación liberal para apelar a “una burguesía que convirtió la propiedad en la premisa de la ciudadanía, tal y como el propio Kant defendió al asociar a ella el status de propietario”, de nuevo en palabras de José María Lassalle.

Ciertamente, la noción optimista de la burguesía humanista, sea la del siglo XVIII o la de nuestros días, siempre ha adolecido de su incapacidad para llevar a cabo una crítica de la propiedad privada y de los límites que imponen sus jerarquías al florecimiento del ser humano. Lo que movía a los empresarios de aquella época y los impulsaba hacia la innovación industrial era el sueño de que los derechos de propiedad fraguados durante el auge del capitalismo facilitara el máximo desarrollo de las fuerzas, habilidades y talentos de cada individuo, es decir, la posibilidad de cultivar su ‘personalidad’ y su carácter ‘emprendedor’. Creían en la participación mediante la forma del ‘contrato libre’, aunque nunca mentaban el despojo del público de los mercados de consumo o la desposesión en la fábrica asociados a esta relación mercantil. Desde su ascenso revolucionario, los grandes ideólogos de la burguesía entendieron por libertad solamente la posibilidad del desarrollo incesante y la restauración de la totalidad de la personalidad a escala individual, confiando en la armonía social en tanto que resultara del laissez-faire, pero nunca se contemplaba alguna suerte de organización colectiva.

Ahora bien, solo hace falta fijarse en las dinámicas de las redes sociales para entender que la consecuencia de esta agenda ha sido desastrosa: la degradación del ser humano como herramienta pasiva de un objetivo económico, o su eliminación como una fuerza verdaderamente democrática y formativa. Que el ser humano activo, en toda su diversidad personal, social y cultural, sea capaz de disfrutar y convertirse en un ser libre en el verdadero sentido de la palabra solo puede ocurrir cuando el desarrollo de su personalidad se ha convertido en una posibilidad práctica a través de infraestructuras colectivas. Quien no es consciente de sus poderes, como imponen en el plano subjetivo los algoritmos corporativos, preserva sus talentos en un estado de letargo y no los utiliza productivamente. Nunca es libre, incluso si el deseo despertado bajo las inhumanas condiciones del scroll le parece la encarnación auténtica de la libertad. Algo así ilustra la serie Severance, donde la separación artificial entre la vida laboral y personal de los empleados de Lumon evidencia cómo un sistema puede despojar al individuo de su conciencia. Algo parecido sucede con las redes sociales, que fragmentan nuestra atención y anulan nuestra autonomía bajo la ilusión de elección, negándonos la posibilidad de una libertad auténtica.

Quien no es consciente de sus poderes, como imponen en el plano subjetivo los algoritmos corporativos, preserva sus talentos en un estado de letargo y no los utiliza productivamente

Las redes deben convertirse más bien en instituciones sociales donde definamos de manera democrática las condiciones del lenguaje y los procesos creativos que usamos para comunicarnos, conocernos e imaginarnos como seres en libertad. Deben sacar lo mejor de nosotras mismas, no la parte más salvaje y competitiva; deben hacernos sentir alegres y felices de compartir nuestras creaciones con otras personas, no despertar sentimientos o emociones violentas, casi siempre contra los grupos sociales oprimidos y reproduciendo relaciones de poder como las de clase, raza o género. En lugar de asentarse sobre las lógicas del mercado, las redes sociales deberían perfomar las prácticas de las instituciones culturales y sociales: los museos, las bibliotecas, las cinetecas, los teatros, las galerías de arte, las revistas literarias, los espacios de militancia, las organizaciones de mujeres, las fiestas populares… Después de todo, como señala Morozov, “la cultura es tan productiva a la hora de innovar como la economía, solo que no tenemos el sistema adecuado de incentivos y circuitos de retroalimentación para extenderla y hacer que se propague hacia otras esferas de la sociedad” ¿Cómo conseguir que otras prácticas sociales, hábitos y formas de vivir en sociedad, alternativas a la distribución de productos o servicios en el mercado, puedan ser entendidas como innovaciones más valiosas a la hora de ser compartidas o democratizadas? ¿Y cómo institucionalizarlas?

El filósofo francés Cornelius Castoriadis afirmaba que cualquier sociedad, a través de su imaginación colectiva, tiene la capacidad de crear y dar significado a sus instituciones, que no son fijas ni cerradas, sino que reflejan un proceso de transformación según los deseos y decisiones de la comunidad. Esta búsqueda instituyente de las condiciones que permiten la vida pública mediante la comunicación entre personas no puede ser individualista, debiendo escoger cada cual entre convertirse en emprendedor o consumidor. Necesitamos plataformas colectivas que permitan a los ciudadanos explorar formas alternativas de desarrollo socioeconómico y de construcción de subjetividades diversas. Quizá para ellos sean necesarias menos cajas negras y más herramientas estadísticas capaces de visualizar, a través de mapas, formas y colores, en definitiva, de diseños, las consecuencias de tomar diferentes políticas sobre los presupuestos públicos, facilitando así la deliberación. Este es, de hecho, uno de los objetivos que busca la plataforma público-común Decidim, en cuya base se encuentra el entendimiento de los datos como un bien común que sólo tiene utilidad en la medida en que sirve para tomar decisiones democráticas sobre la economía.

A la hora de plantear espacios de expresión y resistencia libres de los dictados algorítmicos y sus mecanismos de subjetivación, como es el caso de la red social Mastodon, también podríamos pensar en circuitos culturales, no solo digitales, donde se debatan las decisiones, se busquen nuevas narrativas y estéticas para extenderlas al conocimiento del público y se diseñen estrategias de participación sobre los asuntos públicos. La experimentación con infraestructuras sociales, basada en la redistribución del poder político, un elemento clave nunca considerado en el planteamiento institucional tras las revoluciones rusa y china, no se limitaría a resolver problemas, como propone el mercado. Las personas podrían plantearlos activamente, cuestionando las decisiones colectivas para orientarlas hacia fines solidarios que beneficien a la democracia, a la humanidad y al planeta. Este tipo de interacción entre las instituciones, las prácticas y nuestra comprensión de los intereses e ideales es el camino necesario para avanzar hacia formas más justas, igualitarias y avanzadas de organización social.

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