Giro de guion en la búsqueda del origen del coronavirus
Seguimos en el terreno de las conjeturas, pero el daño a la credulidad de la gente ya está hecho. Las dudas son corrosivas en un mundo que busca certezas. Y en este caso no va a ser fácil alcanzarlas


¿Lo veis? Tenía razón. Donald Trump y sus partidarios salieron en tromba a reivindicarse en cuanto se supo que el presidente Joe Biden había encargado a las agencias de inteligencia que investigaran cómo y cuándo saltó el SARS-CoV-2 a los humanos, incluyendo la hipótesis de que hubiera escapado de un laboratorio chino. Es un giro de guion que ha dejado estupefactos a muchos y del que ahora tratan de sacar provecho los que abonaron esta posibilidad, no porque en ese momento tuvieran datos que la avalaran, sino porque obtenían réditos políticos de la más atrevida teoría de la conspiración.
Lo que ha hecho que la hipótesis del escape accidental cobre ahora cierta verosimilitud es un dato nuevo, publicado por The Wall Street Journal: que en noviembre de 2019 tres empleados del Instituto de Virología de Wuhan, el principal centro de investigación de coronavirus, habían sido hospitalizados con síntomas compatibles con la covid. Pero se trata de un informe de los servicios secretos, de autoría desconocida, y del que tampoco tenemos elementos para valorar su credibilidad, pues la noticia está basada en fuentes anónimas.
Con estos elementos, la teoría del escape seguiría siendo una hipótesis muy débil si no fuera porque la contraria y más aceptada hasta ahora, la de un salto natural entre especies, carece también de evidencia empírica. Hay antecedentes de un salto natural: el SARS-CoV-1 de 2003 y el MERS de 2012, de los que se sabe que la civeta y el dromedario fueron los eslabones intermedios. Pero en este caso, pese al esfuerzo realizado, no se ha encontrado ese eslabón entre el murciélago, reservorio natural del coronavirus, y los humanos, lo que de algún modo da alas a la hipótesis del accidente de laboratorio.
Hay además una diferencia sustancial entre la posición de Joe Biden y su decisión de pedir que se siga investigando, y la de Donald Trump cuando hablaba del “virus chino”. Por su trayectoria y su comportamiento, Biden goza de la máxima presunción de veracidad. Es un presidente creíble. Trump en cambio era un presidente que, como escribió George T. Conway, en The Washington Post, “cuando aceptó la nominación a la reelección, había dicho más de 22.000 mentiras en el cargo, a un ritmo de más de 50 por día, de modo que al final del mandato probablemente superó las 25.000”.
Se pasó muy rápidamente en las redes sociales de la tesis del escape por error, que expandió sobre todo el senador de Arkansas Tom Cotton, a la delirante teoría de la liberación deliberada como arma biológica para dominar el mundo. Algunos autores consideran que se produjo una “burbuja de falso consenso” en torno a la teoría del salto natural por reacción precisamente a los abusos de Trump y los partidarios de las teorías de la conspiración. En ese momento, las fake news hacían estragos. Un estudio publicado en agosto de 2020 en el American Journal of Tropical Medicine and Hygiene sobre la cobertura mediática durante los primeros meses de la pandemia identificó 2.311 noticias falsas sobre el coronavirus, que incluían teorías conspiratorias del origen de la pandemia. Virólogos de gran prestigio salieron al paso de estas especulaciones indicando que el genoma viral que los científicos chinos habían compartido con la comunidad científica no tenía ninguna traza de haber sido manipulado, y que si lo hubiera sido, quedaría rastro. ¿En qué quedan ahora estas afirmaciones?
Lo cierto es que seguimos estando en el terreno de las conjeturas, pero el daño a la credulidad de la gente ya está hecho. Las dudas son siempre corrosivas en un mundo que busca certezas. Y en el caso del origen del SARS-CoV-2 no va a ser fácil alcanzarlas. El péndulo se inclina ahora hacia el otro lado, con el riesgo de crear otra “burbuja de falso consenso” en torno a unas sospechas que tampoco están avaladas por datos concluyentes. Este giro ha vuelto a la actualidad el debate que se produjo cuando en enero de 2018 el Gobierno norteamericano levantó la moratoria que impedía financiar experimentos denominados “de ganancia de función”, que consisten en alterar el genoma de un virus peligroso, haciéndolo más infectivo o más letal, para estudiar los mecanismos de propagación.
La necesidad de estas investigaciones partía de la idea de que en cualquier momento un virus podía mutar y provocar una mortandad como ocurrió con la cepa que entre 1918 y 1920 provocó la llamada gripe española y causó más víctimas que la I Guerra Mundial. De hecho, en un siglo se han producido cuatro mutaciones del virus de la gripe muy mortíferas. Se temía que pudiera ocurrir lo mismo con los virus de la gripe aviar, que siguen ahí, o con alguno de los coronavirus. Como así ha sido. Hubo controversia entre los científicos —como el debate que sostuvieron Mark Lipsitch, de la Harvard T.H. Can School of Public Health, y el profesor Derek Smith, del Centro para el Estudio del Riesgo Existencial de Cambridge—, entre los que consideraban que estos experimentos no debían autorizarse por el riesgo de fuga accidental y los que creían que, con estrictos controles de seguridad, eran necesarios para prevenir posibles pandemias mortíferas.
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