Luxemburgo se atreve con el transporte gratuito
El Gobierno busca reducir las emisiones contaminantes y combatir los atascos
Las tarjetas no se recargan. Las máquinas no pitan. Los revisores no multan. Ni siquiera aguardan vigilantes en la parada al despistado o al pícaro. Para los pasajeros, basta con poner un pie dentro del tranvía, el autobús o el tren y dirigirse hacia su destino sin echar mano a la cartera. El simpa está legalizado. Luxemburgo estrena este domingo un sistema pionero globalmente: el transporte gratuito. Lo hace cumpliendo una promesa lanzada en 2018 por el Gobierno de coalición de liberales, socialistas y verdes que dirige el Gran Ducado, el segundo país más pequeño de la UE con 600.000 habitantes —poco más que la ciudad de Málaga—.
El razonamiento parece sencillo: en un país famoso por sus atascos, la gratuidad atraerá a conductores hartos de ver correr los minutos al volante. Su salida de las carreteras reducirá las emisiones contaminantes en un momento de máxima concienciación ambiental. Y de paso, el ciudadano de a pie se ahorrará unos euros en gasolina o billetes. La realidad es más compleja. 200.000 personas cruzan la frontera luxemburguesa cada día desde Alemania, Bélgica y Francia para trabajar, generando colosales embotellamientos que seguirán ahí. La infraestructura ferroviaria es antigua y lenta. Los revisores y el personal de taquilla deberán cambiar de empleo. Y el precio del transporte ya era muy asequible antes —4 euros el billete para todo el día—, sin apenas controles de billete, y gratuito para jóvenes y personas de bajos recursos.
"El problema del transporte en Luxemburgo no es el precio. Hay que invertir muchísimo para que sea atractivo", advierte Diego Velázquez, periodista del diario Luxemburger Wort. "La población está creciendo mucho, y hay gente en los pueblos que tiene que caminar varios kilómetros para coger el autobús", añade.
Mucho más cerca de casa tiene la parada la madrileña Galiana Legorburu, de 27 años, una de las beneficiadas por el fin del pago por viajar. Licenciada en periodismo y empleada de una empresa que edita contenidos de varias marcas en Amazon, lleva casi dos años viviendo en la capital luxemburguesa, donde hasta ahora pagaba 40 euros al mes por el abono. "Cojo siempre el autobús para ir a trabajar, y aunque es un poco lento en las horas punta, sale económico", explica.
El español de origen marroquí Mohamed Boufalja, de 40 años, no notará el cambio. Desde hace un lustro tiene una tarjeta familia que le permite el acceso gratis debido a que su esposa no tiene empleo. Mientras se prepara para una nueva jornada al volante del taxi, donde cada día lleva a entre cinco y 15 pasajeros, dice no temer la competencia del transporte público gratuito. "La mayoría de mis clientes son de pueblos en los que tarda mucho", sostiene.
La supresión de las tarifas supondrá que el erario luxemburgués dejará de ingresar cada año 41 millones de euros. El coste anual del sistema es de 491 millones, por lo que las autoridades creen que no será un gran shock para las arcas del Estado. Sin embargo, los sindicatos insisten en que si la modernización de la flota ya era deficiente antes, ahora, sin ese dinero, amenaza con ser aún peor.
El ministro de Transporte, el ecologista François Bausch, discrepa de esa interpretación. "Esa cantidad se cubrirá a través de impuestos. Será un elemento de justicia social, porque aquellos que cobran mucho pagan más impuestos y contribuirán más", insistió en la rueda de prensa de presentación de la iniciativa. La intención es que no sea algo aislado, sino parte de un plan a más largo plazo para reducir las emisiones gracias a una red de 600 kilómetros de carriles bici, inversión en parques y el objetivo de que haya más autobuses y todos sean eléctricos en 2030.
El Ejecutivo ha aprovechado la medida para tratar de relanzar una reputación marcada por su historial como paraíso fiscal. Señalado a menudo como una suerte de patio trasero del capitalismo por sus ventajas a las empresas, Luxemburgo es un imán para el dinero. Sede de 137 bancos de 28 países, directivos, abogados, consultores y auditores se mueven con soltura por un ecosistema concebido para maximizar beneficios, muchas veces a costa de restar ingresos a las haciendas europeas.
Pero bajo esa capa de próspera pintura verde dólar se esconden otras realidades menos glamurosas. Un informe de la Comisión Europea publicado esta semana lo sitúa como el segundo socio de la UE con más trabajadores en riesgo de pobreza después de Rumanía —casi el 14%—. Tras el dato, unos precios de la vivienda desbocados que ni siquiera el salario mínimo más alto de los Veintisiete —2.100 euros brutos— logran hacer del todo accesibles.
El sábado, un festival de música dará la bienvenida al nuevo modelo de transporte público gratuito, del que se beneficiarán también los 1,2 millones de turistas que visitan el Gran Ducado cada año. Mientras sus dirigentes hablan del comienzo de un cambio de mentalidad, e incluso lo consideran su momento hombre en la luna por ser los primeros en embarcarse en una propuesta así, los más críticos lamentan que se haya priorizado el gratis total a la modernización de la red. Algo así como poner la guinda a un pastel todavía a medio cocinar.
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