Sótano, semisótano, bajo y entresuelo
El ascensor social significa entelequia, significa lavado de conciencia para el ático e ilusión para conformar a quienes parten del sótano
Estudia. Estudia una carrera, un máster o dos, varios idiomas: el inglés, porque abre puertas, y otro que te permita distinguirte. Suma líneas al currículum con cursos —muchos— y aficiones. Estudia más de lo que permitieron a tus padres, de lo que soñaron tus abuelos. Conseguirás un trabajo estable y una buena nómina; vivirás donde quieras, como quieras. Si no sirves —en la adolescencia te clasificaron según tu utilidad—, mira en la construcción, en la hostelería, haz un módulo: siempre se necesita mano de obra.
Un mantra en los almuerzos familiares, o si holgazaneabas: estudia. Tú estudiabas mucho, según te habían indicado, y aceptabas unas —dos, tres, etcétera— prácticas por nada o casi nada, y aguardabas tu turno para pulsar el botón de ese ascensor social cuya puerta se abría a la vida adulta. Había quien aguardaba en los pisos más altos, porque su origen le ahorró la espera, y alguien con suerte que se colaba: pero el trayecto se detuvo con la crisis. Culpemos al sistema eléctrico, o a alguien que cerró mal la puerta sin importar quienes esperaban abajo. Comprendimos entonces que la precariedad no se limita a momentos puntuales, sino que te marca según la clase social a la que pertenezcas; y que el ascensor social significa entelequia, significa lavado de conciencia para el ático e ilusión para conformar a quienes parten del sótano —semisótano, bajo y entresuelo: qué hermoso poema inmobiliario— e intentan subir por las escaleras, pero se agotan y se refugian donde pueden.
Las becas revistieron de prestigio el trabajo gratis; perdón por el oxímoron.
La crisis de 2008 —y sus sacudidas en los años siguientes— estalló cuando quienes nacimos en los ochenta nos incorporábamos al mercado laboral, y empezábamos a forjar la vida que tendríamos. Perdimos nuestros trabajos. Nos pagaban menos por más, si nos pagaban. Cobrábamos en un sobrecito, si te niegas alguien lo aceptará en tu lugar, o nos daban de alta durante media jornada para trabajar diez horas. Las becas revistieron de prestigio el trabajo gratis; perdón por el oxímoron. Nuestra generación —odio el término, pero aquí no desafina— vive peor de lo que imaginó: peor que esos padres que insistían, mejor que la generación siguiente. Quienes nacieron en los noventa no conocen otra relación laboral que la de la precariedad: asumir que lo normal es que no te paguen, o que te paguen mal; que cumplas años y añadas sacrificios, pero no días cotizados.
Hemos aprendido a utilizar el lenguaje para camuflar los problemas: haces nesting si te quedas en casa porque no tienes dinero, y sundrying porque no quieres aumentar la factura de la luz. Malvivir está de moda. Nuestra juventud la estiran hasta que nos convertimos en alguien invisible, infantilizan a quienes a nuestra edad —somos adultas, somos adultos: tenemos veintimuchos, treinta, treinta y cinco años en mi caso— deberíamos perder el miedo a un gasto imprevisto que no se puede afrontar, porque se vive al día. Porque eres joven soportarás estas condiciones laborales. Porque eres joven aceptarás compartir piso o vivir en un cuchitril. No te quejes: eres joven. Tu voz no suena alta.
Elena Medel (Córdoba, 35 años) es poeta, ensayista y editora.
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