La millonaria estafa de la calle Carlos Marx
Relato de donantes y empleados de la trama criminal de Zaragoza que pedía para el cáncer infantil
—Nos quiso alquilar los bajos de la casa. Para ampliar.
La oficina. Los altos bloques del barrio del Actur, a la orilla del Ebro, se ordenan con nombres de poetas e iconos anticapitalistas. Pero en los habitáculos de la calle de Carlos Marx, 2, se convencía a los donantes con relatos de niños con quimio en Arequipa o de bomberos que se jugaban la vida para engordar a la vez los bolsillos del jefe, ahora en prisión por orden judicial, y de su familia, dado que la esposa, Pilar Lázaro, de 54 años —también investigada—, dos hijas, una sobrina y una hermana trabajaban allí. De los casi dos millones de euros que recaudaron en cuatro años para la Liga Española contra el Cáncer (Linceci), en realidad una SL, solo 310.000 viajaron a Perú pero, según la policía, para otros negocios y para montar un call center más. A los niños les llegaron 12 camas, “y porque fueron de alguien que exigió comprobar el fin de su donativo”, dice N., una exempleada.
En la misma sede operaban otras empresas, todas controladas por Pérez Rodríguez, entre ellas Bomberos Unidos Gestión de Pymes SL (para recaudar dinero para Bomberos Unidos sin Fronteras), Edipol Editorial SL y Promociones Comarcales Online SL. A estas últimas se transfería dinero de la primera.
Las convencidas. “Tenéis que verlo, ir a Perú”, se encabritaba Pérez en las sesiones de información para sus empleados, “la primera vez que fui y me topé con los niños durmiendo en la puerta del hospital casi me dio un infarto”. El jefe mostraba fotos y vídeos de Elías, Lisandro, unos ya salvados, otros a los que no pudieron salvar y de la multicolor Casa de Rodrigo, donde los críos se refugiaban para encarar el tratamiento después de viajar miles de kilómetros desde la selva. Así que las comerciales Pilar Tejero, N. y L., que así lo recuerdan, salían disparadas a colocar lápices a cinco euros, bolsas de tela a tres y sacos térmicos a 16, puerta a puerta, pueblo a pueblo. “Nos contrataron para cinco horas pero trabajábamos 10, era como un voluntariado”, cuenta L., 53 años, en un bar al que también vendió servilletas. “Y comíamos un bocadillo”, dice N., de 56, “para no gastar”. Pilar, de 60, hacía todos sus regalos con material de Linceci, sus nietos plantaban los lápices con semillitas y esperaban a que salieran las tomateras o pimenteras.
Las víctimas. A Pilar Viñas la llamaron en 2017. Hacía 15 días que la vida se había vuelto del revés: su hija padecía leucemia. “Pensé que lo sabían”. Compró seis saquitos para regalarlos a los profesores del club de patinaje del Garrapiñal, del que es presidenta. “Me siento engañada pero más me duele como madre de una niña afectada”, se lamenta, “se me cae el alma a los pies”. La hija solo lloró cuando perdió la melena que le rozaba la cintura. Luego vivió amarrada a su pañuelo como un escudo. Acaba de terminar la quimio. Esta tarde toca musicoterapia, en la sede de la Asociación de Padres de Niños con Cáncer de Aragón (Aspanoa), que denunció a Licenci, “No sabes el daño que les hace esto a los que trabajan bien”.
Entre cerezas gigantes y unas acelgas que da gloria verlas, Rosa interrumpe la venta para decir bien alto: “Pues los lápices los tengo aquí para tirarlos, de la rabia que me ha dado. Que cuando vino una señora y me contó lo del cáncer de los niños se me puso el vello así”. La frutería Rosa-Jesús, en el centro de Zaragoza, es también charcutería, y la charcutera dice: “Mi sobrina está para morirse y ya ha tenido tres o cuatro cánceres, y claro...”. “Qué horror, usar algo así”, tercia una joven madre, con la cría, de uniforme, colgada de la cintura, cara de cansancio infinito. También el estanco de enfrente vendió los lápices, y la corsetería de al lado, las bolsas. Como Rosa, 7.000 personas, tiendas, hoteles, Ayuntamientos (hasta 70), farmacias y pequeños negocios de toda España colaboraron con el dinero que les pedían por teléfono o vendiendo ese material a otras personas que creían ayudar a los niños.
Más víctimas. N. y L. se sintieron presionadas al poco de empezar. Fueron despedidas en septiembre de 2018, cuando no consiguieron vender suficientes servilletas solidarias durante el verano (“eran muy caras, costaban 60 euros, los bares las conseguían a 11”). “Roberto nos llamó mentirosas, ladronas y estafadoras. Nos gritó que les estábamos quitando el pan a los niños. Ahí empezamos a sospechar, ¿cómo va a ayudar a críos de Perú una persona que nos trata así?”. N. está de baja por depresión y eso que encontró trabajo a los 15 días. L., furiosa porque a todos sus amigos les colocó los lápices. “Han jugado con mi reputación y con mi imagen”. Las dos recuerdan algunas cosas: “Una vez le dejé los lápices a un informático”, dice N. “Me llamó al poco y dijo que una médica amiga estuvo en Perú y allí no había nada. En la empresa nos volvieron a convencer”. Pilar cogió una baja. “Me despidieron inmediatamente de la asociación”.
“Yo solo vendí tres lápices”, cuenta Rosa, la frutera. Y en eso mira a la cría y le dice: “¿Quieres uno, bombón?”.
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