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Columna
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¿Por qué ese miedo al cuerpo?

Hay familias que tienen más miedo de que sus hijos vean un desnudo que un revólver

Juan Arias

A veces olvidamos que príncipes y plebeyos nacen desnudos. ¿Por qué ese miedo al cuerpo? Hay familias que tienen más miedo de que sus hijos vean un desnudo que un revólver. Y temen más al sexo en la televisión que a la violencia desnuda.

Estos días, la noticia de que cuatro turistas entre el millón que cada año visitan el escenario fascinador de Machu Picchu (Perú) se hayan fotografiado a sí mismos caminando desnudos y solitarios en aquel misterioso paraíso de la naturaleza, ha creado en algunas autoridades tanto temor y ruido como la crisis de Crimea.

Como ha comentado la socióloga Liuba Kogan, de la Universidad del Pacífico, ha sido una reacción exagerada. Se ha llegado a hablar, en este caso, hasta de una especie de profanación del Machu Picchu.

Si millones de personas de todo el mundo llegan hasta aquellas alturas para contemplar un espectáculo natural tan fascinador, es porque aquel escenario tiene algo de místico, de búsqueda de sensaciones, incluso espirituales.

¿Profana aquella especie de santuario natural un hombre desnudo, cuya provocación podría hasta evocar el despojarse de lo superfluo en busca de lo esencial?

Entre los millones de hombres y mujeres vestidos que llegan hasta Machu Picchu es posible que encontrásemos a muchos que profanan ese lugar más que los desnudos, porque están vestidos de sentimientos de violencia, porque pueden ser personas corruptas en su trabajo o porque son profanadores habituales de los derechos humanos.

El hábito no hace al monje, dice el refrán. Y tampoco el desnudo es más indecente que ciertos ropajes hipócritas. La imagen de Cláudia Silva Ferreira, mujer de una favela de Río herida por una bala perdida a quien, para llevarla al hospital, unos policías cargaron como un saco de patatas en el maletero del coche, que se abrió y la arrastró casi 300 metros, era tan cruel y violenta que miles de personas aseguran haber cerrado sus ojos ante la televisión para no verla. Era una mujer a la que desnudaron de dignidad sus verdugos, que estaban vestidos con un uniforme militar que acabaron profanando.

La pobre mujer de la favela ha acabado siendo llorada y querida por el mundo, mientras que los tres policías uniformados, que la trataron como a un animal, están siendo execrados por la sociedad.

Los niños se quitan la ropa espontáneamente rezumando felicidad cuando se encuentran en medio de la naturaleza, por ejemplo a la vera de un río. Es como si sintieran la exigencia de respirar por su piel desnuda.

Se acusa a veces a los brasileños de sentirse mejor con menos ropa y de querer exhibir su cuerpo al natural. Si es cierto que toda exhibición lleva en sí el germen del mal gusto, lo es también que lo más natural del mundo es cómo nacemos. Todo el resto son sobreestructuras creadas por la cultura y la sociedad.

¿Estoy haciendo apología del nudismo? No, pero entre un hombre o una mujer en sus trajes adánicos y desarmados, y otros recatadamente vestidos pero armados, no tendría duda sobre cuál me infundiría más miedo. Y hablo no solo de armas en el sentido literal, sino también del metafórico, no menos peligroso. Gente violenta que se oculta bajo preciosos trajes de gala, flamantes uniformes militares, y hasta aterciopelados hábitos religiosos.

En la facultad de Psicología de Roma nos enseñaban ya hace años que, si es cierto que los niños deben conocer que el mundo está lleno de violencia, a veces dentro de la misma familia, y por tanto no se les puede cerrar los ojos a las imágenes más crudas, es igualmente verdad que el corazón de ese niño necesita saber que en el mundo que empieza a conocer existe también el amor, la alegría natural, la amistad y la belleza de la naturaleza. Y una de ellas es el propio cuerpo antes de que sea vestido con los oropeles de la hipocresía o con la tiranía de la moda.

Recuerdo, aún con dolor, cómo un niño italiano de cinco años, mirando mis zapatos, me dijo con aire de disgusto: “No son de marca”. No lo eran. Aquel niño había sido vestido antes de tiempo. No sería ya capaz de disfrutar de un desnudo, ni real ni simbólico. Le habían robado la inocencia.

Mejor estar desnudos, sobre todo de violencia, que vestidos de indignidad.

Ojalá se lo explicaran sin miedo a nuestros niños ya desde la escuela, que a veces se convierte en un ring de violencia que les prepara más para la guerra que para la paz.

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