Equidad
La capacidad de acoger a estudiantes de perfiles no tradicionales debe ser vista como un éxito de la democratización universitaria
El perfil de los estudiantes universitarios en España está cambiando. Si bien el mayoritario corresponde todavía a quienes efectúan una transición directa desde los estudios de bachillerato a los universitarios, los denominados perfiles “no tradicionales” adquieren cada vez mayor relevancia. Estos tienen que ver con transiciones retardadas (cuando al menos han transcurrido dos años desde que se obtuvo la nota de acceso), con una creciente presencia de estudiantes mayores de 25 años y con estudiantes procedentes de familias cuyos padres no tienen titulación superior.
Esta capacidad de acoger o reenganchar a personas de perfiles no tradicionales debe ser vista como un éxito del proceso de democratización universitaria: nos aproxima a países europeos donde la Universidad es más inclusiva y el número de estudiantes que tratan de combinar su dedicación académica con su inserción más o menos intermitente en el mercado laboral, presenta una frecuencia mayor que en España.
Las investigaciones que hemos realizado sobre las condiciones de vida y de participación de los estudiantes universitarios (véase el Observatorio Campus Vivendi) muestran que la mayoría de los estudiantes maduros son hijos de madres y padres que no han alcanzado estudios superiores. Por tanto, estas vías abren puertas a la movilidad social ascendente.
Pero, por otra parte, la situación familiar de estos jóvenes —en un contexto donde el sistema de becas es todavía muy mejorable— les obliga a adoptar regímenes de dedicación a tiempo parcial, con distintas combinaciones del tiempo dedicado al estudio y al empleo. Las universidades deben ofrecer respuestas específicas a estos problemas, desarrollando itinerarios y servicios que neutralicen los efectos de la desigualdad.
En un contexto de recesión como el actual, donde numerosos jóvenes ven obstruido su acceso al empleo, las universidades públicas han de abrir sus puertas para que quienes abandonaron los estudios, tal vez seducidos por el espejismo de las ganancias rápidas de la era del ladrillo, tengan nuevas oportunidades educativas; quienes fueron a parar a titulaciones sin salida puedan reorientar sus trayectorias formativas; para que quienes necesitan reciclar sus conocimientos y competencias encuentren abiertas las aulas de las facultades; y, por supuesto, para que quienes quieran encontrar un espacio para el desarrollo personal puedan participar más plenamente en la vida social enriqueciendo su bagaje cultural.
La Universidad, que a finales del siglo XIX decidió romper con el elitismo que la había caracterizado e inventó la extensión cultural, tiene ahora nuevos desafíos: uno de los más importantes se halla en la integración de los estudiantes maduros.
Antonio Ariño es catedrático de la Universidad de Valencia.
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