"La memoria de la libertad es libertad porque se consolida en el presente y se proyecta en el futuro"
La escritora Almudena Grandes reivindica el papel de la memoria y el periodismo en la defensa de la libertad y la pluralidad en su discurso en la entrega de los premios Ortega y Gasset 20098
Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder leer La Codorniz. Mis dos abuelas habían muerto muy jóvenes, casi a la vez, antes de que yo alcanzara lo que entonces se llamaba el "uso de razón", pero para mi fortuna, y para la de mi razón, me quedaba mi tía Charo. Ella, la hermana pequeña de mi abuelo Manolo Grandes y la abuela que nunca me faltó, era la que compraba todas las semanas "la revista más audaz para el lector más inteligente". Y en verano, cuando la veía sentarse en el porche, siempre en la misma butaca, y encender un Chesterfield para leerse La Codorniz de cabo a rabo, yo sentía que estaba pasando algo importante.
A partir de aquel momento, la tía Charo no hablaba, no miraba, no escuchaba, no oía. Pero nadie podía sospechar que había dejado de respirar, de pensar o de vivir, porque se partía de risa. Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder partirme de risa leyendo La Codorniz, aquella lectura inapropiada, no exactamente prohibida, porque en mi casa nunca se prohibió leer, que lograba despistar a veces para volcarme sobre ella con tanta avidez como frustración, porque por mucha atención que destinara a su lectura, nunca me enteraba de nada.
Aquellos días en los que el olor del humo se confundía con el aroma áspero y entintado del papel de periódico, me enseñaron que la memoria de la libertad, es libertad
En momentos delicados, como la crisis económica que amenaza el nivel de bienestar del que hemos disfrutado durante los últimos años, debemos ser aún más conscientes de la necesidad de defender una prensa libre y plural
Los españoles, que sabemos tanto de su pérdida, y de su reconquista, deberíamos ser conscientes siempre de que las libertades que no se defienden, se acaban perdiendo
La verdad es que años más tarde, cuando la he ojeado en todos los puestos callejeros y librerías de viejo donde he encontrado números sueltos, no me he enterado de mucho más. Los incontables collares de las condesas de Serafín, y esos chistes verdes en los que Chummy- Chúmez dibujaba mujeres acorazadas, de puro decentes, me resultan hoy tan indescifrables como los artículos de Tono o de Mihura, sobre subsecretarios, cacerías y procuradores por el tercio familiar. Esa es la medida de mi suerte. La medida de la desgracia de mi tía Charo era no encontrarla en el quiosco. - ¡Hala! -y sólo con verla, una abrumadora desolación enturbiando sus ojos, los labios a cambio tensos de indignación, todos sabíamos lo que había pasado-. ¡Ya han vuelto a censurar La Codorniz!
Una cosa llamada censura
Yo aprendí de mi tía Charo que en España había una cosa que se llamaba censura y que hacía infeliz a gente que no se lo merecía. Justo fue que lo aprendiera de ella, porque ella fue también quien me enseñó a leer periódicos. Todos los días compraba varios, unos por la mañana, otros por la tarde, y los leía con un apetito minucioso, relajado, el placer primaveral de quien paladea un helado en una tarde de mayo, encendiendo un Chesterfield con la colilla del anterior, y saltándose siempre, religiosamente, los artículos de opinión. - ¿Y para qué se creerán estos que me gasto yo tanto dinero en periódicos? -decía mientras tanto-. ¡Pues para formarme mi propia opinión, naturalmente, ni que me hiciera falta conocer la suya! Aquellos días en los que el olor del humo se confundía con el aroma áspero y entintado del papel de periódico, me enseñaron que la memoria de la libertad, es libertad.
La libertad sin memoria, una flor de invernadero, frágil y anémica, débil, delicada, interesante quizás en su palidez, pero expuesta siempre a fracasar por cualquier contratiempo, un cambio de temperatura, un riego inadecuado, una simple corriente de aire. Yo lo sé porque crecí en un país sin libertad, pero vi cómo resplandecía su memoria en los ojos de algunas mujeres de mi familia, que al evocarla, volvían a ser jóvenes, felices, y tan libres como fueron una vez.
- ¿Y tú por qué no te casaste, tía Charo? - ¿Yo? ¿Para qué? ¿Para aguantar a un señor que me dé órdenes? No, hija mía, no. A mí nunca me ha gustado obedecer. He recibido pocas lecciones de libertad tan radicales como las que me dio aquella mujer que desobedecía leyendo La Codorniz. Acaso las que recibí de la otra hada madrina de mi infancia, mi tía Camila, una mujer extraordinaria que a los sesenta años seguía siendo una belleza, alta, sensual, opulenta como una odalisca, la más coqueta y, en el mejor sentido de la palabra, desvergonzada que he conocido jamás. - Escuchadme bien porque, cuando yo me muera, esto ya no os lo podrá contar nadie. Así empezaba Camila todas sus historias y, entre ellas, mi favorita, el relato de la noche de 1932 en la que fue proclamada Miss Chamberí por aclamación popular, en la verbena que se celebró en el solar donde, más de veinte años después, se edificó un mercado, el de Barceló, sobre el que acabaría escribiendo yo tantos artículos. Pues nada, contaba ella, que yo estaba allí con mis amigas, pasando el rato, y la gente empezó a gritar, ¡la de verde!, ¡la de verde!, y yo, pues, gritaba lo mismo, ¡la de verde!, hasta que Merceditas me dijo, pero, calla, Camila, que la de verde eres tú... Y yo dije, ¡ah!, pero si las que están ahí arriba son mucho más guapas que yo, y a mi alrededor, la gente decía, ¡que no, que no, que tú eres la más guapa! Y ya no me quedó más remedio que subir, claro, y me hicieron fotos para los periódicos, y me pusieron una banda y todo. Aunque también es verdad que cuando volví a casa, por la noche, tu bisabuelo, o sea, mi padre, me la quitó de un bofetón...
Yo, que nunca me cansaba de oír aquel relato, pedía más y más detalles de aquella miss vestida de verde mientras mi tía Charo, a quien aquel episodio le parecía de una insuperable frivolidad, meneaba la cabeza con desánimo. En aquella época, me parecía que no podían existir dos mujeres más diferentes. Ahora sé que eran tan semejantes como las dos caras de una misma moneda. Una se dejó casar, y nunca se resignó a que no le permitieran separarse de su marido. La otra se negó a correr ese riesgo, prefirió trabajar y defendió su independencia como una fiera. Las dos pagaron un precio igual de injusto por intentar seguir viviendo como habían aprendido a vivir de jovencitas, como mujeres libres, bajo una bota programada para aplastar cualquier vestigio de libertad real o imaginaria, y sobre todo, la memoria misma de la libertad.
El País y la libertad
Eran sólo dos mujeres, nada frágiles por cierto, pero sólo dos mujeres, fuertes como dos rocas, pero dos mujeres, nada, casi nada, dos mujeres solas contra el aparato de adoctrinamiento de todo un estado, y sin embargo, se salieron con la suya. Porque fueron ellas las que me enseñaron, cada una a su manera, no sólo en qué consistía la libertad.
Por eso, y porque ninguna de las dos tuvo hijos, pero las dos me tendrán siempre a mí para recordarlas, he querido que me acompañen esta tarde, en este escenario al que van a subir los ganadores de la vigésimo sexta edición de los Premios Ortega y Gasset, tan vinculados siempre, pero tal vez este año más que nunca, a la memoria de la libertad de España, un proceso en el que el diario El País jugó, desde el mismo momento de su fundación, un papel protagonista que nunca debería abandonar. Si en el momento de su aparición, El País encarnó toda una imagen de la sociedad civil española, aquel ansia explosiva de libertad para ahora mismo que nos sacudía como una corriente eléctrica mientras lo estrenábamos todo, nuestro país, nuestras ciudades, nuestras vidas, las noches de nuestros días, el hambre y la sed, la política, y la política, y la política, porque todo era nuevo, flamante, espléndido, y tan placentera la insólita brisa de la libertad acariciando nuestros insólitos brazos desnudos, hoy debe recoger
también los posos de aquella euforia, el sedimento estable y maduro de un desencanto inevitable, y los brotes juveniles que aún son capaces de desordenarlo de vez en cuando. Ahora que España es un país admirablemente aburrido, afortunadamente previsible y definitivamente vulgar, para nuestro bien y el de nuestros hijos, la sociedad civil puede escoger con serenidad sus propias causas. En los últimos tiempos, ninguna la ha conmovido tanto como la memoria de la libertad perdida y recuperada, que había sacudido ya a todos, o a casi todos, los españoles de mi generación, en la intimidad de sus viejas historias familiares, antes de que llegara a consolidarse una corriente de
pensamiento, yo diría que también de sentimiento, que ha explotado en los últimos años en toda clase de manifestaciones individuales y colectivas. La reivindicación de la memoria de las viejas libertades ha vuelto a situar a la sociedad civil española por delante de la clase política, y muy por delante de las instituciones, treinta año después de la Transición. Por eso quiero felicitar a los miembros deljurado de los XXVI Premios Ortega y Gasset de Periodismo, mientras me felicito a mí misma, por haber premiado unos trabajos, y a unos autores, que han sabido representarnos a todos.
Una imagen de Adolfo Suárez, vestido de verano y tan elegante como siempre, mientras pasea con el Rey en el plácido y fresco verdor de un jardín bien cuidado, sería siempre interesante, pero la fotografía ganadora de este año, es mucho más valiosa por lo que no se ve. Que su autor, Adolfo Suárez Illana, es el hijo mayor del primer presidente de la democracia, que su padre ya no se acuerda de lo importante que será siempre para la memoria de este país, y que su figura encarna lo que una cruel, impía enfermedad, impide que él recuerde, pero nunca olvidaremos los demás. El reportaje de Amaya García, premiado en la categoría de periodismo digital, es otro alegato contra el olvido, y otro acto de amor, como todos los que inspiran la memoria de las cosas que merecen la pena. Durante setenta años, los 4.300 fusilados republicanos enterrados en la que, hasta ahora, es la fosa común más grande de España, la del cementerio de San Rafael, en Málaga, no fueron sólo polvo y huesos, sino un secreto y una
vergüenza, la ausencia de sí mismos, la inexistencia misma de 4.300 cadáveres sin nombres, sin apellidos, sin historia, como fantasmas pálidos y anónimos expulsados de la realidad. Cuando un equipo de arqueólogos y forenses se propuso devolverles su identidad, Amaya estaba allí, y quiso, y supo, y pudo contarlo, transmitir la estremecedora emoción de ese momento.
Maestros, memoria y libertad
Y de mi querido maestro, y vecino, y amigo, Jorge Martínez Reverte, ¿qué puedo decir? Él, que me había conmovido ya tantas veces, que había volcado en sus páginas tantas palabras, tantos instantes, tantas historias memorables, tejidas con una sustancia afín al corazón humano, lo consiguió otra vez con el relato de la muerte de su madre, Josefina Reverte, a quien yo conocía ya desde que leí aquel libro hermoso, tan español y tan lleno de ternura, que Jorge y su hermano Javier titularon "Soldado de poca fortuna".
Mientras leía esta historia de amor, la amorosa crónica del final de una mujer que había sido buena, dulce, feliz, y no se merecía una muerte agria y fea, volví a admirarme de la grandeza de la buena literatura, que siempre es capaz de mejorar hasta las mejores causas, como la defensa de una muerte digna. Sé que Tomás Eloy Martínez no es español, y que es probable que no conozca algunos de los datos, ni sepa interpretar las referencias a las que he recurrido hasta ahora. Pero sé que Tomás Eloy es argentino, y por eso, estoy segura de que me ha entendido. Quizás me entienda aún mejor cuando le cuente que el azar me hizo nacer un 7 de mayo, para hacerme compartir todos mis cumpleaños con Eva Duarte de Perón, a la que él llamó Santa Evita en el libro que hizo de mí una más de sus lectores. Allí, entre otros textos suyos, aprendí cuánto sabe Tomás Eloy de los mecanismos de la memoria y de la naturaleza de la libertad.
La memoria de la libertad es libertad porque se consolida en el presente y se proyecta generosamente en el futuro. Los españoles, que sabemos tanto de su pérdida, y de su reconquista, deberíamos ser conscientes siempre de que las libertades que no se defienden, se acaban perdiendo. Y en momentos delicados, como la crisis económica que amenaza el nivel de bienestar del que hemos disfrutado durante los últimos años, debemos ser aún más conscientes de la necesidad de defender una prensa libre y plural, como expresión suprema de la madurez que nos negaron durante tantos años.
Con mi memoria a cuestas, quiero terminar agradeciendo al diario El País la invitación que me ha permitido dirigirme a ustedes aquí, esta tarde. Créanme si les digo que a aquella niña, que de pequeña quería ser mayor para poder leer La Codorniz todas las semanas, en un país sin censura, nada le habría gustado más que verme aquí, en este momento.
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