Vistiendo a Anne Karenina, el clásico de Tolstói en la gran pantalla
Cine y moda imaginan historias de vanidad, lujo y pasión a través del vestuario. S Moda habla con la diseñadora Jacqueline Durran sobre la última adaptación cinematográfica de la diva de Tolstói.
Vanidad es el sueño de Hollywood. El primer Oscar al mejor vestuario de un filme se entregó en 1948. Era la 21ª edición de los premios. Se lo llevaron Roger K. Furse por Hamlet –en la categoría de cine en blanco y negro– y Barbara Karinska y Dorothy Jeakins por Juana de Arco –en la de color–. Competían con la gran Edith Head, que a lo largo de su carrera acumuló 8 estatuillas y 35 nominaciones, y forjó su leyenda vistiendo a Mae West, Veronica Lake, Gloria Swanson o Grace Kelly dentro y fuera de la pantalla.
En aquella época, la edad dorada de Hollywood, los estudios dedicaban grandes sumas de dinero a la investigación para crear un vestuario fiel en sus producciones de época. Tal vez porque los expertos tachaban a la industria de tomarse demasiadas libertades, hasta el punto de responsabilizarla por «implantar en el imaginario social una falsa historia de la moda, basada en convenciones escénicas». Así de dura suena la historiadora Anne Hollander en su libro Seeing Through Clothes [Ver a través de la ropa]. «La audiencia se sentía cómoda haciendo de la autenticidad una cuestión de fe. Si era bonito, asumía que era correcto».
La fidelidad histórica no es algo que preocupe a la diseñadora Jacqueline Durran, artífice del vestidor de la nueva versión de Anna Karenina, que se estrena el 15 de marzo en España. En sus manos, los opulentos trajes de la Rusia imperial adoptan siluetas de la costura de los años 50. «Un híbrido de las dos eras», resume ella. Lejos de ser minimalistas, los vestidos de Anna respiran una elegancia diáfana, más propia de la moda de posguerra que de la corte rusa, donde el dramatismo se desarrolla en volúmenes medidos, cuerpos encorsetados, polisones y una colección de tocados contemporáneos. «Enfaticé la influencia de los años 50 para mostrar que no estaba cosiendo disfraces, sino creando un estilo propio». Incluso hizo un vestido en denim. El resultado: una versión estilizada –que no simplificada– del San Petersburgo de 1873.
Chaqueta de Moschino, sombrero de terciopelo y velo con topos, ambos de Europa Europa; y gargantilla de Givenchy.
Pablo Zamora
Acertar con el vestuario de Anna no tenía por qué ser una tarea especialmente compleja. Al fin y al cabo, Tolstói dedicó mucha tinta a describir cada centímetro de tela. Hasta los accesorios y el peinado se documentan al detalle en el libro: «Anna no iba de lila, sino con un vestido de terciopelo negro cubierto de encaje veneciano que dejaba a la vista el cuello y los hombros. En la cabeza, entre los mechones de pelo negro –el suyo, sin adiciones falsas– llevaba una guirnalda de pensamientos y un bouquet de las mismas prendido con un lazo en el fajín. Alrededor del cuello, una hilera de perlas». Pero la visión de Joe Wright, el director, requería ciertos ajustes. «A Joe le gusta estilizar las cosas para que sean creíbles, pero también accesibles y atractivas para el ojo moderno. Como diseñadora de vestuario, mi trabajo es recrear su visión», aclara Durran. Marketa Uhlirova, cofundadora y comisaria del festival Fashion in Film, comparte esa idea: «No hace falta entender de moda. Dario Argento, Mario Bava o Hitchcock tenían un gran sentido estético y ejercían un control exhaustivo sobre la indumentaria de sus actores. El vestuario puede determinar el éxito o el fracaso de una película. Para el espectador es inconsciente. Si eliges mal la ropa, se nota. Y si la eliges bien, no. Ese es el encanto».
«Desde la aparición del cine a finales del siglo XIX, el papel del vestuario ha sido crucial para transmitir una dimensión estética y establecer una conexión con el espectador», explica Caroline Evans, profesora de Historia y Teoría de la Moda en Central Saint Martins. «A través de la interacción entre moda, vestuario y cine es posible llegar a un entendimiento más profundo de los aspectos cinematográficos, pero también de los cambios de la sociedad, de la estética de cada tiempo y del consumo», puntúa la experta. Sobre todo del consumo.
Antes de que Katharine Hepburn los llevara en La fiera de mi niña (1938), nunca se había visto a una mujer con pantalón en la pantalla. Tras su debut, las ventas se quintuplicaron. El boom del biquini, que hoy supone la mayor parte de los 4.500 millones de dólares que genera la industria de ropa de baño, puede atribuirse a Brigitte Bardot. Mucho antes de que fuera la prenda de rigor en las playas, ella se paseó con el dos piezas en Y Dios creó a la mujer (1956). Y si Armani se embolsa 281,8 millones de euros al año, según cifras del Financial Times, es, al menos en parte, gracias a Richard Gere, que puso la firma en el mapa con American Gigolo (1980). Algo parecido a lo que Carrie Bradshaw hizo por Manolo Blahnik.
Chaqueta y falda, ambas de Dior; tocado con plumas de Suma Cruz y estola de piel de zorro de Ramiro Guardiola.
Pablo Zamora
La moda es un arma comercial. También para llenar salas de cine. Un buen ejemplo: Sexo en Nueva York, la película (2008). Dejando a un lado su valor cinematográfico, fue un taquillazo. Parte del mérito, si no todo, fue del devoto club de fans que se forjó Patricia Field con sus estilismos en la serie: la gente fue a ver la ropa. La idea no es nueva. La película checa The kidnapping of Fux Banker (1923) ganó puntos entre el público femenino con un cameo del aclamado modisto Paul Poiret. La cinta fue un éxito en su país, prueba de que la ropa que se ve en la pantalla atrae. Igual que la exposición Hollywood Costumes del V&A Museum de Londres, la segunda más visitada en 20 años. Desde el 20 de octubre de 2012, 250.000 personas han visto el vestido que Escarlata O’Hara se hizo con las cortinas de Tara en Lo que el viento se llevó (1939), la delatora falda de Sharon Stone en Instinto básico (1992) o el famoso vestido esmeralda que Knightley lució en Expiación (2007) –obra también de Durran–.
Aunque críticos de moda y vestuario dibujan una línea divisoria entre sus mundos, argumentando que la primera se centra en la ropa mientras el objetivo de la segunda es construir un personaje, la relación entre ambos es palpable. En el imaginario de los diseñadores nunca falta alguna escena –y prenda– de cintas clásicas. Los trajes con hombreras de Armas de mujer (1988) ahora desfilan en Balmain. El vestido de cuadros de Dorothy en El mago de Oz (1939) reaparece en la pasarela de Oscar de la Renta. Y seguro que Séverine, el personaje de Catherine Deneuve en Belle de jour (1967), a la que vistió Yves Saint Laurent, habría aprobado las gabardinas plastificadas de Valentino. La inspiración también fluye a la inversa. Son muchos los modistos que se han aventurado en el cine. Hubert de Givenchy es el ejemplo recurrente: pocos vestidos son tan famosos como el que Audrey Hepburn llevó en Desayuno con diamantes (1961). También lo hizo Jean Paul Gaultier. En términos fílmicos, su aventurero concepto de la moda se traduce en los estrambóticos modelos de Kika (1993), el vestido de tiras de Milla Jovovich en El quinto elemento (1997) o los bodies que Elena Anaya lucía en La piel que habito (2011), una reedición de la prenda por la que es famoso.
Hoy, la relación entre cine, moda y consumo es aún más evidente si cabe. Ante el inminente estreno de El gran Gatsby, la pasarela contraataca con vestidos de flecos y collares de perlas. Django desencadenado, el peculiar homenaje de Tarantino al spaghetti western, ha puesto los flecos y los dibujos navajo en las perchas de las tiendas. También las series tienen tirón: gracias a Downton Abbey, la ropa victoriana cotiza al alza en las tiendas vintage. Basta poner el título de la película o serie de moda para vender. Por algo la colección de Anna Karenina de Banana Republic, que contó con la colaboración de Durran, se agotó en días. En marzo la marca vuelve con la tercera remesa de Mad Men, coincidiendo con la sexta temporada de la serie. Hasta las firmas cosméticas entran en escena. Essence acertó con una línea de maquillaje de la saga Crepúsculo. OPI, con los pintauñas de Skyfall. Y ahora Urban Decay anticipa al estreno de Oz, el grande y poderoso, en marzo, con paletas de ojos que ya son superventas.
Sombrero de plumas con velo de Mariana Barturen y estola de piel de zorro de Ramiro Guardiola.
Pablo Zamora
Se necesita un auténtico visionario para hacer de un drama de época una declaración de moda». La historiadora Marketa Uhlirova, hablaba en términos generales, pero eso es exactamente lo que ha conseguido Jacqueline Durran, a la que hemos entrevistado en exclusiva con motivo de la última adaptación de la novela de Tolstói. Puede que este sea el trabajo que el próximo domingo le dé, por fin, el Oscar. Es su tercera nominación, y compite con el español Paco Delgado (por Los miserables) y Colleen Atwood (por Blancanieves y la leyenda del cazador). Fueron sus otras dos producciones junto a Keira Knightley y Joe Wright, Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007), las que le dieron la nominación a la estatuilla; y la tercera promete ser la definitiva. «Solo estar nominada es un honor. Hago este trabajo porque es mi pasión. Disfruto cada momento, sea bueno o malo, fácil o difícil», afirma al otro lado del teléfono, desde su oficina en Londres. Su próximo proyecto: un biopic del pintor inglés William Turner, a las órdenes del director Mike Leigh. «Y créeme», confiesa, «no es como trabajar con Joe. Mike no tiene ningún interés en la estilización. Quiere que el vestuario sea una réplica perfecta de 1840. Hasta la ropa interior».
Anna Karenina es su tercera cinta con Keira como protagonista y Joe Wright tras la cámara. ¿Conocer su manera de trabajar hace más fácil su cometido?
Sin duda. Para mí es muy importante saber qué tipo de película quiere hacer el director, y Joe siempre es muy claro con lo que quiere. Cuando hicimos Orgullo y prejuicio me dijo que quería mantener en todo momento una atmósfera provincial. En Expiación, la pauta era la tensión. «Es el día más caluroso que puedas imaginar en Inglaterra. Eso crispa a cualquiera», me dijo. Y en Anna Karenina, donde la clave es la teatralidad, quiso simplificar los vestidos de la Rusia de 1873, desnudarlos y eliminar los ornamentos. Por eso decidimos centrarnos en la silueta, y tomamos como referencia la costura de los años 50.
¿Algún diseñador que le inspirara especialmente?
Me fijé sobre todo en los franceses. Dior, Lanvin, Jacques Faith, Balenciaga… Bueno, él era español, pero trabajó siempre en París. Tras la Segunda Guerra Mundial, hubo un movimiento muy fuerte en la moda francesa que buscaba líneas angulares, más definidas. Pero al mismo tiempo se veía cierta nostalgia por la era eduardiana, como en el New Look de Dior. Ese tipo de siluetas compatibilizan con las de 1870, definidas por la estructura y los corsés.
Como diseñadora de vestuario, ¿qué es más importante para usted, la fidelidad histórica o la caracterización?
Creo que no son conceptos exclusivos. Una de las cosas que más me gusta, y que no sé si el público percibirá, es cómo el vestuario muestra la estructura de la sociedad rusa de la época. En la escena del baile, al comienzo de la película, hay 25 figurantes femeninas, y todas llevan el mismo vestido en diferentes tonos pastel. Los camareros, que no podían participar en la sociedad, visten un gris genérico que se funde con el fondo. El hecho de que el vestido de Anna sea negro –y en eso fuimos fieles al libro– crea un contraste con el resto de los personajes. Al fin y al cabo, esa escena marca el inicio del romance entre Anna y Vronsky. Se está enfrentando a la convención social. Lo que resulta aún más interesante es el paralelismo con el vestido que lleva a la ópera al final de la cinta, cuando su aventura se hace pública. Es el mismo vestido –incluso el mismo collar y el mismo peinado–, pero blanco. El contraste de color indica el paso del triunfo a la humillación.
Vestido de seda y encaje de Elie Saab y tocado con plumas y tul de Mariana Barturen.
Pablo Zamora
¿El hecho de que la acción tenga lugar en un viejo teatro influyó en los diseños?
Me dio libertad. Al enfatizar la teatralidad, me permitió mezclar la silueta de un vestido de Dior de los años 50 con la de otro de 1780 de Charles Frederick Worth y que fuese creíble. Háblenos de los tocados.
¿Qué papel juegan?
Trabajamos con un sombrerero inglés maravilloso llamado Sean Barrett [que creó los tocados de Evita(1996), Elizabeth (1998) y Shakespeare in Love (1998)]. Es un oficio que mantiene su esencia, ese glamour clásico que se ha perdido. Y Joe quiso aprovecharlo. Sobre todo con los velos. Hay una escena en la que Anna vuelve de ver a su hijo. Está derrotada, se sienta en el sillón y llora sin quitarse el velo. No era la idea inicial, pero el hecho de no verle el rostro añade dramatismo. Las joyas son contemporáneas.
¿Cómo afecta eso a la escenificación?
Intenté elegir piezas que no tuvieran elementos modernos, sino más barrocos, elaborados y femeninos. Me enamoré especialmente de los pendientes con filigrana de diamantes y perlas colgando al final. Cada mañana, Keira se ponía delante de una mesa repleta de joyas y elegía las piezas del día. El aura que se creaba en ese momento, rodeados de lujo y glamour, era el mismo que rodeaba a la verdadera Anna Karenina. La vanidad es uno de los principales rasgos del personaje, y el simbolismo de joyas tan opulentas demostró ser tan importante como los vestidos a la hora de mostrar su carácter. Lo mismo ocurre con las pieles. Por desgracia, no encontramos versiones sintéticas que tuvieran el impacto visual de las auténticas. ¡Recorrimos todas las tiendas de segunda mano de la ciudad en busca de piezas vintage!
Keira se ha ganado un puesto entre las mejor vestidas de Hollywood. No hay duda, se maneja en el mundo de la moda. ¿Participa en el diseño del vestuario?
La visión de Joe es la dominante. Dicho esto, me gusta dialogar con los actores, trabajar con ellos, no imponerles mis ideas. Si no sienten que la ropa les ayuda a construir el personaje, hay que darle un giro. Keira se lo toma muy en serio. No es la diva que se niega a ponerse algo. Si cree que ayuda a dar vida al personaje, llevará cualquier cosa.
La tendencia Anna Karenina fue fuerte en invierno y continuará este verano. ¿Casualidad?
Estoy convencida de que se trata de movimientos paralelos. Ahora mismo hay un furor por estilizar la ropa antigua. También ocurre con la ropa victoriana de la serie Downton Abbey. Definitivamente, es una fase que atraviesa la moda en este momento. Mañana, será otra cosa.
uego de collar y pendientes, todo de Gucci; y velo de tul vintage de Mariana Barturen.
Pablo Zamora
Vestido de Givenchy y tocado de Mariana Barturen.
Pablo Zamora
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