Ricas y famosas: la eterna rivalidad entre Anna Wintour y Tina Brown
Las dos británicas que conquistaron América llevaron su obsesión con el poder y la celebridad a Vogue, Vanity Fair y The New Yorker. Su historia verá la luz en la serie ‘All That Glitters’.
Quien haya disfrutado de los navajazos metafóricos que se cruzan Bette Davis y Joan Crawford en la primera temporada de Feud, suspire por ver en Broadway War Paint, el musical en el que Helena Rubinstein y Elizabeth Arden se despellejan en la distancia, y esté frotándose las manos ante la llegada de I, Tonya, el biopic de Tonya Harding protagonizado por Margot Robbie que recreará su explotado pique con la también patinadora Nancy Kerrigan, ya puede apuntar un nuevo título a la lista “rivalidades femeninas” –al parecer, la sororidad vende menos–. La serie se llamará All That Glitters y, a pesar del título, no va sobre Mariah Carey versus Céline Dion, sino sobre la sostenida enemistad entre Tina Brown y Anna Wintour. Se estrenará en el canal Bravo, lo que augura cierto nivel de trash, y estará basada en el libro Newhouse, de Thomas Meier, autor también del título que inspiró Masters of Sex. Lástima que no haya un George Cukor por ahí –lo sentimos, Ryan Murphy, no das la nota de corte– para recuperar el espíritu de Ricas y famosas.
Las dos editoras de revistas mantuvieron trayectorias paralelas en los inicios de sus carreras. Británicas y de edad y origen parecidos (Wintour nació en 1949 y Brown en 1953, una hija de un influyente director de periódicos, la otra de un no menos conectado productor de cine), ambas pasaron por colegios privados con el nivel aceptable de rebeldía –a Brown la expulsaron de tres internados, Wintour cuenta que se metía en problemas por subirse el bajo de la falda del uniforme– y tuvieron inicios fulgurantes en la publicación de revistas. Brown, que, al contrario que Wintour, sí se licenció y además en Oxford, se convirtió en directora de Tatler, la publicación tradicional de las clases altas británicas, con tan solo 25 años. Por su parte, la actual zarina del Vogue estadounidense, que dejó colgados los estudios en London Collegiate, tuvo una trayectoria con más meandros pero no dejó de hacer ruido allá donde pasaba. Aun en Londres, fue asistente editorial de la recién refundada Harper’s & Queen a los 21 y, ya en Estados Unidos, recaló en Viva, una especie de Playboy para mujeres, y por New York antes de llegar a Condé Nast, donde se convertiría en editora de la edición británica de Vogue en 1985.
El escritor Martin Amis, que salió con Tina Brown cuando ambos estaban en la Universidad, ha contado en alguna ocasión que ya entonces la periodista era o parecía famosa, y actuaba como tal. Es más, el autor de Campos de Londres le concede a Brown el don de haberle transformado de homúnculo supurento en un Mick Jagger de la literatura, con una groupie en cada fiesta por el mero hecho de concederle unas cuantas citas. Wintour también tuvo una época de microcelebridad previa a sus años en Vogue. De adolescente, se dejaba ver por los clubes con el columnista de cotilleo Nigel Dempster y más tarde tuvo un romance con el provocador periodista australiano Richard Neville, que le dio su primer trabajo en una revista, la satírica Oz. Fueron los primeros de una significativa colección de novios mayores y poderosos.
Al parecer, los padres de las dos futuras editoras se detestaban desde tiempos que se pierden en la niebla de Londres y cuando finalmente ofrecieron a Wintour el puesto que llevaba décadas deseando, el de editora del Vogue estadounidense, Brown se lo tomó como un insulto personal. Por entonces, en los ochenta, ella era la superestrella mediática que daba la vuelta a las cabeceras de postín. En 1984 se convirtió en la editora de la recién resucitada Vanity Fair, que llevaba sin imprimirse desde 1936. La nueva etapa de la revista no andaba bien y la propia Brown declaró que le parecía “sosa, sin humor y poco inteligente”. Así que le aplicó su receta de glamour, poder y confesiones. En pocos meses, consiguió colocar a la revista en el centro de la conversación global con fotos como la que hizo Harry Benson de Ronald y Nancy Reagan bailando en la Casa Blanca y artículos como el que ella misma escribió en 1985 sobre la princesa Diana, la primera noticia que se tenía de que su matrimonio era una farsa y ella una enferma infeliz.
Ese mismo año Vanity Fair publicó un artículo de Dominick Dunne –el cuñado de Joan Didion sería una firma estrella de la revista hasta su muerte en 2009– sobre Claus von Bullow. Además, consiguió que el acusado del asesinato de su mujer posase para Helmut Newton con su amante y vestido de sadomaso. Ese tipo de piezas atrajeron a firmas como William Styron, que escribió en la revista sobre su depresión, o la del propio Dunne, que contó el juicio del asesino de su hija, mientras que Annie Leibovitz definía la imagen de la cabecera, que aún persiste. Debido a los condenados misterios de la industria editorial, todo aquello trajo nuevos lectores y anunciantes pero no consiguió que la revista fuera comercialmente provechosa. Y ese ha sido quizá el talón de Aquiles de Brown, al contrario que el de su rival, una máquina de hacer y generar dinero que suele decir que “comercial” no le parece una palabra sucia.
La convivencia entre las dos editoras en la mesa de reuniones de Condé Nast prosiguió cuando pusieron a Brown al frente de la joya periodística de la corona, The New Yorker. Se convirtió en la cuarta directora en los 73 años de historia de la mítica revista y, por supuesto, en la primera y hasta ahora la única mujer en ocupar el puesto. Su periplo allí fue triunfal o desastroso depende de a quién se pregunte. La escritora Jamaica Kincaid, uno de los muchos redactores que no entendieron el cambio que la británica pretendía hacer en tan augusta institución, se largó llamando a su nueva jefa “una Stalin con tacones”. En cambio, atrajo a nuevas firmas como las de Malcolm Gladwell o las del actual director, David Remnick y convirtió a Richard Avedon en el primer fotógrafo de plantilla en una revista que siempre ha visto la fotografía (en blanco y negro) como una modernidad sospechosa.
Mientras, Wintour iba dejando su propia estela de aliados y enemigos. La anterior directora de Vogue, Grace Mirabella, que la sufrió como empleada impuesta por los jefes la describió como “fría y autocrática” y contó en sus memorias, In and Out of Vogue, como Wintour la puenteaba, rehacía editoriales a sus espaldas y manipulaba al resto de la redacción. Cuando pasó por la revista House & Garden, la retituló HG y la llenó de tantas celebridades que en la industria se la apodó Vanity Chair. El cambio no funcionó y le costó a Condé Nast decenas de millones de dólares pero aun así Wintour consiguió su puesto deseado y lejos de alejarse de la celebritización, la subió a la máxima potencia. En Vogue ató en exclusiva a Steven Meisel y Mario Testino, sustituyó a las modelos anónimas por actrices en las portadas (o por otras modelos a las que hizo famosas) y empezó su conquista gradual de su curiosa posición en la industria de la moda que la convierte a la vez en juez y parte.
Brown y Wintour llevaban probablemente décadas odiándose en silencio cuando se produjo su único enfrentamiento público. Brown publicó en Talk, la revista fracasada que lanzó junto a los hermanos Weinstein en su etapa post-New Yorker, un perfil demoledor del entonces novio de Wintour, el multimillonario Shelby Bryan, en el que lo pintaba como un mujeriego que “va por ahí preguntando en las fiestas de Southhampton a las chicas de 18 y las mujeres de 45 si quieren follar con él”, según una fuente anónima. Wintour, que se había divorciado del padre de sus hijos para salir con Bryan, pidió a Brown que no se publicase. Ésta siguió adelante y defendió su artículo como una pieza necesaria y bien documentada. Desde entonces, y convertida casi en un emoji de sí misma gracias a El diablo viste de Prada, ha podido observar desde su puesto con vistas panorámicas cómo daba bandazos la carrera de su rival. Talk, que se lanzó con una fiesta a la que acudieron Hillary Clinton, Oprah Winfrey y Kate Moss, murió tan espectacularmente como nació. Más tarde, Brown fundó The Daily Beast, de la que salió hace unos años para montar Tina Brown Live Media, una empresa que organiza simposios en los que la periodista tira de agenda y Angelina Jolie se sienta a charlar del mundo con Christine Lagarde.
Una de las grandes incógnitas de la serie es quién interpretará a las dos editoras. ¿Qué tal Holly Hunter, que no tendría problema en reproducir el acento de Wintour, y Emma Thompson haciendo de Tina Brown?
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