Solastalgia, por Ana Pastor
Los que aplauden son de países que permiten que haya 200 millones de refugiados por problemas ambientales.
Últimamente la mítica sala de la Asamblea General de Naciones Unidas nos está regalando discursos de lo más sorprendentes. Y no. No están protagonizados por políticos conocidos, por dirigentes internacionales que pasean sus logros por ese edificio neoyorquino. El otro día escuché a una mujer menuda que puso en pie a todo el auditorio de diplomáticos con un potente discurso de apenas seis minutos sobre el cambio climático. Era el mes de septiembre del pasado año. Aquella mujer subió al estrado vestida con la ropa tradicional de las islas Marshall (Océano Pacífico) donde nació. Una flor blanca en el pelo decoraba la parte derecha de su negra cabellera atada en una larga trenza. Fue elegida entre 544 personas para abrir el discurso inaugural de la última cumbre sobre el clima de Naciones Unidas. Y no defraudó.
Primero leyó unas líneas sobre su lucha y la de otras madres como ella que han visto cómo sus casas quedaban destruidas por el impacto de las olas contra sus casas. Después, y ya sin ningún papel en la mano, salió del atril y se acercó al público con un micrófono. Desde allí comenzó a recitar un poema propio dedicado a su bebé de solo siete meses de vida. Y en tono de un dulce rap empezó a lanzar promesas a su pequeña en su nombre y en nombre de todos aquellos que saben que de la supervivencia del planeta depende la supervivencia de nuestra especie. Esa mujer, Kathy Jetnil-Kijiner, arrojó sobre el público presente con una fuerza tremenda uno de sus poemas para denunciar que su país es uno de los más vulnerables al cambio climático porque cada año la subida del nivel del mar amenaza con anegarlo todo. «Algunos hombres aseguran que un día el agua de la laguna te devorará», recitaba con las palmas abiertas y la mirada fija en un punto al final de la sala. Acabada su alocución, un hombre muy alto y corpulento, vestido de una manera similar a ella, cruzó la sala con un hermoso bebé en brazos. Los tres se fundieron en un abrazo ante el aplauso de todo el público puesto en pie.
Podríamos decir que muchos de los que aplauden representan a países que permiten que haya 200 millones de refugiados medioambientales. Como denuncian las organizaciones especializadas en el tema, lo hacen, por ejemplo, primando las energías sucias, estableciendo cultivos únicos en zonas que se terminan desecando, comprando madera extraída irregularmente. Provocan mediante el comercio virtual de agua que África se desertice y su población se asfixie. Lo mismo en algunos lugares de Asia o Sudamérica. Permiten, por ejemplo, que el lago Chad se haya reducido un 95% hasta casi desaparecer. Aplauden. Permiten y aplauden. Y mientras, pienso en ese nuevo concepto acuñado por un filósofo australiano: solastalgia. Define la tristeza y el estado melancólico que produce la destrucción (¿imparable?) del planeta. En los últimos 20 años se han celebrado otras tantas cumbres anuales del clima (conocidas como COP). Veinte años después aún no hay acuerdo global y definitivo, a pesar de la evidencia científica. Falta de voluntad política. Una vez más. Kathy cierra su intervención con una frase que retumba: «Nos merecemos algo más que simplemente sobrevivir».
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