Renzo Piano: “La gentrificación es una tragedia. La vida real está en la periferia”
El arquitecto Renzo Piano nos recibe en su estudio de Génova en las vísperas de su gran retrospectiva en la Royal Academy de Londres.
Verde y azul –vegetación y mar– dominan el refugio genovés de Renzo Piano, un invernadero de cuatro niveles integrado en la montaña donde trabajan unos 60 profesionales. El arquitecto está sentado en una gran mesa de madera sobre la que le van dejando carpetas. Su despacho no tiene paredes. Coge un rotulador, lo destapa con cuidado, hace una anotación. Luego tacha algo en un folio. Tiene delante una maqueta de la torre del puerto de Génova, un proyecto donado a su ciudad. Junto a ella, un libro, Thinking by Modeling, de Frei Otto. Mira el mar desde su silla mientras repasa su vida; habla de forma pausada, poética. «Tengo cuatro hijos, el mayor tiene 45 años y el pequeño 19. Vive en Madrid, ama la ciudad, dice que es muy latina. Es tan joven…».
Usted también lo era cuando decidió irse de casa para estudiar Arquitectura, ¿fue su forma de rebelarse contra su padre, que era constructor?
Cuando tienes 18 años, lo más importante es la rebeldía, dedicarte a algo diferente de lo que hace tu padre. Tienes que encontrarte a ti mismo, y la forma más sencilla de hacerlo es la rebelión. Quería alejarme, sentir la libertad. Pero todo era parte de una idea que nunca he dejado de lado: la arquitectura es el arte de crear refugios para comunidades de seres humanos.
¿Es más artesano, ingeniero o artista?
Ummm… En mi estudio nos encanta confundir, mezclar el rol del artesano con el del arquitecto y el del constructor. Cuando le dije a mi padre que quería ser arquitecto no comprendió por qué, pensaba que un constructor es como un dios, concibe algo y lo hace.
Pero usted va más allá, busca la belleza.
Sí, como un artista. La arquitectura desde luego es arte, pero antes es construcción. Y eso no es una broma. Porque hacer edificios significa lidiar con la fuerza de la gravedad, es un trabajo peligroso. Una mezcla sutil entre arte, construcción y sociedad. Porque si ves los trabajos que hemos desarrollado, en su mayoría son proyectos públicos, hablan de belleza en el sentido de la palabra griega kalos, de bueno y noble, de solidaridad entre las personas, curiosidad humana. Creamos edificios para un mundo mejor.
¿Y también para curar las heridas de las ciudades? Realizó el plan de Potsdamer Platz (de 1992 a 2000), símbolo de la unificación de Berlín, y el rascacielos de The New York Times (de 2000 a 2007), el primero edificado en la Gran Manzana tras los atentados del 11-S.
No trato de hacerlo de una forma racional, pero ocurre, es verdad. En Berlín tuvimos que intervenir después de la guerra, era una ciudad mártir. Lo mismo ocurrió en Nueva York, fue una respuesta cívicamente muy importante, un edificio transparente. Las ciudades son frágiles y tienes que construir en ellas sitios para que sus habitantes se reúnan y celebren la belleza y los valores cívicos.
¿Ha cambiado el terrorismo su forma de abordar los proyectos?
El terrorismo quiere que la ciudad se rinda, que abandone sus valores de civilización y de cambio. No existe una solución técnica en las urbes para el terrorismo, solo convertirlas en fortalezas. Pero no se puede, porque la ciudad, por definición, no es una fortaleza, es abierta, transparente, permeable, un lugar de diálogo. Lo contrario a las ciudades no es el campo, es el desierto, porque allí es donde crecen los monstruos. La arquitectura tiene una función cívica, es un arte público.
Objetivo patente en la exposición Renzo Piano: The Art of Making Buildings, la gran retrospectiva que el 15 de septiembre – justo un día después de que el arquitecto cumpla 81 años– se inaugurará en la Royal Academy of Arts londinense. En ella se analizarán 16 de sus trabajos, del rompedor Pompidou parisino (1977) a The Shard (2012), el polémico rascacielos de récord –es la construcción más alta de Europa occidental– que ha redefinido la zona del Puente de Londres. «Las críticas son algo que tienes que aceptar. Como arquitecto, trabajas en el cambio. Tú no lo provocas, pero la sociedad se transforma. Hubo un momento en el que el Muro de Berlín cayó. Y otro en el que todo el mundo se dio cuenta de que la Tierra es frágil, que hay que buscar la sostenibilidad. Tu deber es ofrecer una expresión construida de esos cambios y debes aceptar que haya gente que no esté de acuerdo. Un arquitecto debe asumir que su trabajo depende del largo plazo. No es moda. Va a permanecer, quizá siglos. Cuando creas un edificio público buscas que dure para siempre».
Entre los que su estudio ha diseñado figuran museos como el nuevo Whitney de Nueva York (2015), el impresionante Centro Cultural Jean-Marie Tjibaou de Noumea, en Nueva Caledonia (1998), el Centro Botín de Santander (su única obra en España, de 2017) o el futuro Museo de la Academia de Hollywood, cuya apertura está prevista para el año que viene en Los Ángeles. «No sé por qué he hecho tantos museos… No los veo como lugares de polvo y memoria. Son activos, focos de civilización. Nuestros museos nunca son para la élite, están abiertos a todo tipo de personas; no son intimidantes, hablan de la belleza. Y no en un sentido frívolo, fruto del marketing, sino en uno profundo que va más allá de lo puramente estético y se refiere al conocimiento, la solidaridad y la ética».
¿La arquitectura también es política?
Claro. Tenemos que recordar que polis, ciudad, viene del griego. Es una idea muy vieja que sigue vigente: siendo arquitecto haces política en el sentido real de la palabra.
Usted, además, ocupa un cargo público: en 2013 fue nombrado senador vitalicio de la República Italiana.
Y decidí emplear mi salario senatorial en una función cívica: formar a gente joven para que estudie el desarrollo de las periferias. La política administra el terreno de la ciudad. Y uno de los problemas hoy en día en Europa y en todo el mundo son las periferias, que son un desierto afectivo. Pero yo las amo. Soy un hijo de ellas, nací no muy lejos de aquí, en las afueras de Génova. Estas zonas son fundamentales para las ciudades, porque es por donde se expanden y donde los ciudadanos hacen crecer sus deseos y aspiraciones.
¿Son el futuro de las ciudades?
Sí, por eso tenemos que fertilizarlas con funciones públicas, mezclar generaciones, éticas y etnias, y no creando ciudades dormitorio, sino aplicando a las periferias el mismo valor que al centro.
¿La gentrificación acaba con los centros urbanos?
Tras la Segunda Guerra Mundial el problema era salvar los centros históricos. Se logró, en cierto modo, pero ahora tienden a convertirse en centros comerciales al aire libre. La gentrificación es una tragedia. La vida real está en las periferias, de las que se suele hablar con connotaciones negativas: peligrosas, tristes, lejanas… Pero no es verdad. Desde luego que existen problemas, pero el 90% de la gente vive allí, son el futuro: están llenas de energía y deseo. El centro de las ciudades está saciado, pero las periferias siguen indignadas. Tienen tensión, que también es algo positivo. Solamente hay que encontrar el equilibrio.
Recibió el Premio Pritzker hace ahora una década, su nombre ya forma parte de la historia de la arquitectura. ¿Cuál le gustaría que fuera su legado?
Oh, es difícil decirlo. Estoy tan ocupado trabajando que no pienso demasiado en eso. Lo que te mantiene en la vida no es lo que has hecho, sino lo que todavía tienes que hacer. Pero me gusta visitar mis edificios y observar lo que siente la gente ahí, sus rostros. Es interesante ver que esos lugares transmiten emociones, porque la emoción es la forma esencial de llenar vidas. No basta con satisfacer una necesidad, hay que responder al deseo, la fantasía, los sueños… Espero que esos edificios permanezcan durante mucho, mucho, mucho tiempo y que la gente siga visitándolos y accediendo a través de ellos al jardín mágico de la belleza”.
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