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Lee un adelanto de ‘Dónde estás, mundo bello’, la nueva novela de Sally Rooney

Publicamos un adelanto de la primera obra de la autora irlandesa después de ‘Gente normal’, el fenómeno que catapultó a este referente milenial a la fama y a la televisión. Literatura Random House la publica el 9 de septiembre.

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Ilustración: Ana Regina García

Se llamaba Eileen Lydon. Tenía veintinueve años. Su padre, Pat, llevaba una granja en County Galway, y su madre, Mary, era profesora de geografía. Tenía una hermana, Lola, tres años mayor que ella. Lola había sido una niña robusta, valiente, traviesa, mientras que de pequeña Eileen era nerviosa y enfermiza. Pasaban juntas las vacaciones escolares, jugando a elaborados juegos narrativos en los que adoptaban el papel de unas hermanas humanas que lograban acceder a reinos mágicos; Lola improvisaba los giros fundamentales de la trama y Eileen la seguía. Cuando los tenían a mano, alistaban para los papeles secundarios a primos más pequeños, a vecinos y a los hijos de amigos de la familia. Entre ellos estaba, en ocasiones, un niño llamado Simon Costigan, que tenía cinco años más que Eileen y vivía al otro lado del río en lo que había sido en su día la casa solariega de la localidad. Era un niño sumamente educado que llevaba siempre ropa limpia y decía gracias a los adultos. Padecía epilepsia, y a veces tenía que ir al hospital, un día incluso se lo llevaron en ambulancia. Cuando Lola o Eileen se portaban mal, su madre Mary les decía que por qué no podían ser más como Simon Costigan, que no solo era buen niño, sino que tenía la dignidad añadida de «no quejarse nunca». Cuando las hermanas se fueron haciendo mayores, dejaron de incluir a Simon y a ningún otro niño en sus juegos y emigraron al interior de la casa, donde esbozaban mapas ficticios en papel de carta, inventaban alfabetos crípticos y se grababan en cintas de casete. Sus padres miraban esos juegos con una benévola falta de curiosidad, y les suministraban encantados papel, rotuladores y cintas vírgenes, pero sin mostrar ningún interés por saber nada de los habitantes imaginarios de países ficticios.

A los doce años, Lola pasó de la pequeña escuela del pueblo a un colegio de las Hermanas de la Caridad, solo para niñas, en la ciudad más cercana. Eileen, que había sido siempre callada en el colegio, se fue retrayendo cada vez más. La maestra les dijo a sus padres que era superdotada, y dos veces a la semana la llevaban a un aula especial y le daban clases extra de lectura y matemáticas. En el colegio de monjas, Lola hizo amigas nuevas que empezaron a venir de visita a la granja, y a veces hasta se quedaban a dormir. Un día, en broma, dejaron a Eileen encerrada en el cuarto de baño de arriba veinte minutos. Después de eso, su padre Pat dijo que las amigas de Lola no podían venir más de visita, y Lola le echó la culpa a Eileen. Cuando Eileen cumplió los doce, la mandaron también al colegio de Lola, que estaba repartido en varios edificios y módulos prefabricados y tenía una población estudiantil de seiscientas alumnas. La mayoría de sus compañeras vivían en la ciudad y se conocían desde la primaria; traían consigo alianzas y lealtades previas en las que ella no tenía cabida. Lola y sus amigas eran ya lo bastante mayores para almorzar en la ciudad, pero Eileen se sentaba sola en el comedor, despegando papel de aluminio de sándwiches caseros. El segundo año, una de las niñas de su clase se le acercó por detrás y le vació una botella de agua en la cabeza jugando a verdad o atrevimiento. La subdirectora del colegio le mandó escribirle a Eileen una carta de disculpa. En casa, Lola dijo que no habría pasado nada si Eileen no actuase como una friki, y Eileen respondió: no estoy actuando.

El verano de los quince años, el hijo de los vecinos, Simon, vino a echarle una mano a su padre en la granja. Él tenía veinte, y estaba estudiando filosofía en Oxford. Lola acababa de terminar el colegio y apenas asomaba por casa, pero cuando Simon se quedaba a cenar, volvía pronto, y hasta se cambiaba de sudadera si la traía sucia. En el colegio, Lola no había dejado de evitar a Eileen, pero en presencia de Simon empezó a comportarse como una hermana mayor indulgente y cariñosa, padeciendo por el pelo y la ropa de Eileen, tratándola como si fuese mucho más pequeña. Simon no secundaba esta actitud. Su trato hacia Eileen era agradable y respetuoso. La escuchaba cuando hablaba, aun si Lola intentaba pisarla, y mirando con aire calmoso a Eileen decía cosas como: Ah, muy interesante. En agosto, Eileen había adoptado ya la costumbre de levantarse temprano y montar guardia en la ventana del cuarto esperando ver su bicicleta, y en cuanto aparecía bajaba corriendo las escaleras y se encontraba con Simon nada más cruzar la puerta de atrás. Mientras él ponía el hervidor a calentar o se lavaba las manos, ella le hacía preguntas sobre libros, sobre sus estudios en la universidad, sobre su vida en Inglaterra. Una vez le preguntó si le seguían dando ataques, y él sonrió y le dijo que no, que de eso hacía mucho tiempo, que le sorprendía que se acordase. Hablaban un rato, diez o veinte minutos, y después él se iba a la granja y ella se volvía arriba y se tumbaba en la cama. Algunas mañanas estaba contenta, exaltada, los ojos brillantes, y otras se echaba a llorar. Lola le dijo a Mary su madre que aquello se tenía que acabar. Es una obsesión, le dijo. Es penoso. Por esa época, Lola se había enterado por sus amigos de que Simon asistía a misa los domingos pese a que sus padres no, y dejó de volver a casa a cenar cuando él estaba ahí. Mary empezó también a desayunar en la cocina por las mañanas, leyendo el periódico. Eileen bajaba de todos modos, y Simon la saludaba con la misma cordialidad de siempre, pero ella le daba réplicas hurañas, y enseguida se retiraba a su habitación. La noche antes de volverse a Inglaterra, Simon pasó por casa a despedirse, y Eileen se escondió en su cuarto y se negó a bajar. Él subió a verla, y ella le pegó una patada a una silla y le dijo que era la única persona con la que podía hablar. De mi vida, la única, dijo. Y ni siquiera me dejan hablar contigo, y ahora te vas. Ojalá me muriese. Él estaba junto a la puerta, medio abierta detrás de él. Le dijo en voz baja: Eileen, no digas eso. Todo irá bien, te lo prometo. Tú y yo vamos a ser amigos el resto de nuestras vidas.

A los dieciocho, Eileen fue a la universidad de Dublín para estudiar filología inglesa. El primer año, trabó amistad con una chica que se llamaba Alice Kelleher, y el año siguiente se hicieron compañeras de piso. Alice hablaba en voz muy alta, iba vestida con ropa de segunda mano de la talla equivocada y parecía encontrarlo todo divertidísimo. Venía de una familia caótica, y su padre era un mecánico de coches que tenía problemas con el alcohol. En la universidad, le costaba hacer amigos entre sus compañeros de clase, y en una ocasión se enfrentó a medidas disciplinarias leves por llamar «cerdo fascista» a un profesor. Eileen pasó pacientemente por la carrera leyendo todas las lecturas obligatorias, entregando todos los trabajos dentro de plazo y preparando a fondo los exámenes. Consiguió casi todos los premios académicos a los que podía optar, y hasta un premio nacional de ensayo. Se fue creando un círculo social, rechazó las insinuaciones de varios amigos masculinos, salía a discotecas y luego se volvía a casa a comer tostadas con Alice en el salón. Alice decía que Eileen era un genio y una auténtica joya, y que ni siquiera la gente que la valoraba de verdad la valoraba lo suficiente. Eileen decía que Alice era una iconoclasta, y que era única, y una adelantada a su tiempo. Lola estudiaba en una universidad distinta en otra zona de la ciudad, y no veía a Eileen salvo por la calle de casualidad. Cuando Eileen estaba en segundo curso, Simon se mudó a Dublín para sacarse un título de derecho. Eileen lo invitó al piso una noche para presentárselo a Alice, y él llegó con una caja de bombones caros y una botella de vino blanco. Alice fue extremadamente maleducada con él toda la noche, le dijo que sus creencias religiosas eran «malignas» y que llevaba un reloj de pulsera horrendo. Por algún motivo, a Simon este comportamiento pareció resultarle divertido e incluso entrañable. Después de eso, se pasaba a verlas a menudo; se quedaba de pie apoyado en el radiador, discutiendo con Alice sobre Dios y criticando animadamente las escasas dotes de ambas para las labores domésticas. Les decía que vivían «en la mugre». A veces incluso lavaba los platos antes de irse. Una noche que Alice no estaba, Eileen le preguntó si tenía novia, y él se echó a reír y le dijo: ¿Por qué me preguntas eso? Yo soy un viejo sabio, ¿recuerdas? Eileen estaba tumbada en el sofá, y sin levantar la cabeza le lanzó un cojín, que él atrapó entre las manos. Solo viejo, dijo ella. Sabio no.

Cuando Eileen tenía veinte años se acostó por primera vez con alguien, un hombre que había conocido en internet. Después se volvió andando sola hasta su piso. Era tarde, casi las dos de la mañana, y las calles estaban desiertas. Cuando llegó a casa, se encontró a Alice sentada en el sofá, escribiendo algo en el portátil. Eileen se apoyó en el marco de la puerta y dijo en voz alta: En fin, ha sido raro. Alice dejó de teclear. ¿Qué, te has acostado con él?, le preguntó. Eileen se frotaba el brazo con la palma de la mano. Me pidió que me dejase la ropa puesta, dijo. En plan, todo el rato. Alice se la quedó mirando. ¿De dónde sacas a esta gente?, le dijo. Con la cabeza gacha, Eileen se encogió de hombros. Alice se levantó del sofá. No te sientas mal, le dijo. No es para tanto. No es nada. En dos semanas se te habrá olvidado. Eileen apoyó la cabeza en el hombro menudo de Alice. Ella, dándole palmaditas en la espalda, le dijo con voz suave: Tú no eres como yo. Tú vas a tener una vida feliz. Simon estaba en París ese verano, trabajando para un grupo contra la emergencia climática. Eileen fue a visitarlo, la primera vez que se subía sola a un avión. Esa noche se bebieron una botella de vino en su piso, y ella le contó la historia de cómo había perdido la virginidad. Él se rio y se disculpó por reírse. Estaban tumbados juntos en la cama de su cuarto. Tras un silencio, Eileen dijo: Te iba a preguntar cómo habías perdido tú la virginidad. Pero claro, que yo sepa, aún eres virgen. Él sonrió al oír eso. No, no lo soy, dijo. Eileen se quedó unos segundos callada, mirando hacia el techo, respirando. Pese a que eres católico, le dijo. Estaban muy cerca el uno del otro, los hombros casi se tocaban. Sí, respondió él. ¿Cómo decía san Agustín? Señor, dame castidad, pero todavía no.

Después de licenciarse, Eileen empezó un master en literatura irlandesa, y Alice se puso a trabajar en una cafetería y comenzó a escribir una novela. Seguían viviendo juntas, y a veces, por las noches, Alice le leía en voz alta las partes graciosas del manuscrito mientras Eileen preparaba la cena. Alice se sentaba a la mesa de la cocina, apartándose el pelo de la frente, y decía: A ver, escucha. ¿Sabes el tío protagonista del que te hablaba? Pues recibe un mensaje de texto del personaje de la hermana. En París, Simon se había ido a vivir con su novia, una francesa llamada Natalie. Después de terminar el master, Eileen empezó a trabajar en una librería, empujando carritos cargados de punta a punta de la tienda para descargarlos y colocando pegatinas individuales con el precio en cada ejemplar individual de novelas superventas. En aquella época, sus padres estaban pasando apuros económicos con la granja. Cuando iba de visita a casa, su padre Pat estaba apagado e inquieto, se paseaba por la casa a horas extrañas, encendía y apagaba cosas. En la cena apenas decía palabra, y a menudo se levantaba de la mesa antes de que el resto hubiese terminado de comer. En el salón, una noche que estaban solas, su madre Mary le dijo que algo tenía que cambiar. Esto no puede seguir así, le dijo. Eileen, con expresión preocupada, le preguntó si se refería a la situación económica o a su matrimonio. Mary levantó las manos palmas arriba, parecía agotada, parecía mayor de lo que era en realidad. Todo, dijo. Yo qué sé. Vienes a casa quejándote de tu trabajo, quejándote de tu vida. ¿Y qué pasa con mi vida? ¿A mí quién me cuida? Eileen tenía veintitrés años entonces, y su madre cincuenta y uno. Eileen se llevó ligeramente las yemas de los dedos a uno de los párpados durante un segundo y le dijo: ¿No te me estás quejando de tu vida ahora mismo? En ese momento Mary se echó a llorar. Eileen la observo incómoda: A mí me preocupa de verdad que no seas feliz, es solo que no sé qué quieres que haga yo. Su madre se tapaba la cara, sollozando. Pero ¿qué he hecho mal?, dijo. ¿Cómo he podido criar unas hijas tan egoístas? Eileen recostó la espalda en el sofá como si se planteara seriamente la cuestión. ¿Qué resultado esperas sacar de aquí?, le preguntó. No te puedo dar dinero. No puedo viajar atrás en el tiempo y hacer que te cases con otro hombre. ¿Quieres que te escuche mientras te quejas? Yo te escucho. Te estoy escuchando. Pero no entiendo por qué crees que tu infelicidad es más importante que la mía. Mary se marchó de la habitación.

Cuando tenían veinticuatro años, Alice firmó un contrato con una editorial americana por doscientos cincuenta mil dólares. Dijo que nadie en el sector editorial tenía ni idea de dinero, y que si ellos eran tan tontos de dárselo, ella era tan avariciosa como para cogerlo. Eileen estaba saliendo entonces con un estudiante de doctorado llamado Kevin, y a través de él había encontrado un trabajo mal pagado pero interesante como asistente editorial en una revista literaria. Al principio, solo corregía textos, pero al cabo de unos meses le dejaron encargar artículos, y al final del primer año, el editor la invitó a colaborar con algo suyo. Eileen le dijo que se lo pensaría. Lola trabajaba en una consultora de gestión y tenía un novio que se llamaba Matthew. Una noche invitó a Eileen a cenar con ellos en el centro. Un martes noche, después de trabajar, estuvieron los tres esperando cuarenta y cinco minutos en una calle cada vez más fría y oscura a que los sentasen en una hamburguesería nueva que Lola tenía particulares ganas de probar. Las hamburguesas, cuando llegaron, no tenían nada de especial. Lola le preguntó a Eileen por sus planes profesionales, y Eileen le respondió que estaba contenta en la revista. Bueno, por ahora, dijo Lola, pero ¿luego qué? Eileen le dijo que no lo sabía. Lola sonrió: Algún día vas a tener que vivir en el mundo real. Eileen volvió caminando al piso esa noche, y al llegar se encontró a Alice en el sofá, trabajando en su libro. Alice, le dijo, ¿algún día voy a tener que vivir en el mundo real? Sin levantar la vista, Alice resopló con sorna y respondió: Dios, no, por supuesto que no. ¿Quién te ha dicho eso?

El septiembre siguiente, Eileen supo por su madre que Simon y Natalie habían roto. Llevaban cuatro años juntos por entonces. Eileen le dijo a Alice que había creído que se casarían. Siempre pensé que terminarían casándose, le dijo. Y Alice le respondió: Sí, lo habías comentado. Eileen le mandó un email a Simon preguntándole cómo estaba, y él le escribió diciéndole: Supongo que no tienes pensado venir pronto por París, ¿verdad? Me encantaría verte. Eileen fue a pasar unos días con él en Halloween. Él tenía treinta años, ahí, y ella veinticinco. Por las tardes iban juntos a los museos, y hablaban de arte y de política. Siempre que ella le preguntaba por Natalie él respondía de pasada, discreto, y cambiaba de tema. Una vez, sentados en el Musée d’Orsay, Eileen le dijo: Tú lo sabes todo de mí, y yo no sé nada de ti. Él, con una sonrisa apenada, le respondió: Mira, ahora has hablado como Natalie. Y luego se echó a reír y le dijo que lo sentía. Esa fue la única vez que mencionó su nombre. Por las mañanas Simon preparaba el café, y por las noches Eileen dormía en su cama. Cuando terminaban de hacer el amor, a él le gustaba tenerla abrazada largo rato. El día que volvió a Dublín, rompió con su novio. No volvió a saber nada de Simon hasta que se pasó por casa de sus padres en Navidad para tomar una copa de brandy y admirar el árbol.
El libro de Alice se publicó la primavera siguiente. La prensa siguió el lanzamiento con mucha atención, positiva, al principio, y luego con algunas reseñas negativas en respuesta a la positividad aduladora de la acogida inicial. En verano, en una fiesta en el piso de su amiga Ciara, Eileen conoció a un hombre llamado Aidan. Tenía el pelo oscuro y espeso, llevaba pantalones de lino y unas deportivas sucias. Terminaron sentándose en la cocina, hablando hasta las tantas de su infancia. En mi familia no se hablan las cosas, le explicó Aidan. Se queda todo bajo la superficie, no sale nada. ¿Te lo lleno? Eileen lo miró mientras le servía vino tinto en el vaso. En mi familia tampoco se hablan mucho las cosas, dijo ella. A veces creo que lo intentamos, pero no sabemos cómo hacerlo. Al final de la noche, Eileen y Aidan volvieron caminando a casa en la misma dirección, y él se desvió para acompañarla hasta la puerta. Cuídate, le dijo él al despedirse. Unos días más tarde, quedaron para tomar algo, los dos solos. Era músico e ingeniero de sonido. Le habló de su trabajo, de sus compañeros de piso, de su relación con su madre, de algunas cosas que amaba o que detestaba. Mientras hablaban, Eileen no dejaba de reírse y se la veía animada, se tocaba los labios, se inclinaba adelante en el asiento. Cuando llegó a casa esa noche, Aidan le mandó un mensaje que decía: qué bien sabes escuchar! madre mía! y yo hablo por los codos, lo siento. nos podemos volver a ver?

Quedaron otra vez para tomar algo la semana siguiente, y luego otra. El suelo de su piso estaba cubierto de una maraña de cables negros y la cama era solo un colchón. En otoño fueron unos días a Florencia y recorrieron juntos el frescor de la catedral. Una noche Eileen soltó una ocurrencia en la cena, y él se rio tanto que tuvo que enjugarse los ojos con una servilleta morada. Le dijo que la quería. Todo en mi vida es increíblemente maravilloso, le escribió Eileen a Alice en un mensaje. No me puedo creer que sea posible ser tan feliz. Simon volvió a Dublín por esa época, para trabajar como asesor político para un grupo parlamentario de izquierdas. Eileen lo veía a veces en el autobús, o cruzando una calle, rodeando con el brazo a una mujer guapa u otra. Antes de Navidad, Eileen y Aidan se fueron a vivir juntos. Él descargó las cajas de libros del maletero y dijo con orgullo: El peso de tu intelecto. Alice acudió a la fiesta de inauguración, se le cayó una botella de vodka en las baldosas de la cocina, contó una anécdota larguísima sobre los años de universidad que solo Eileen y ella misma parecieron encontrar remotamente graciosa y luego se volvió otra vez a casa. El resto de la gente que fue a la fiesta eran amigos de Aidan. Al terminar, borracha, Eileen le dijo: ¿Yo por qué no tengo amigos? Tengo dos, pero son raros. Y el resto son más bien conocidos. Él apoyó la mano en su pelo y le dijo: Me tienes a mí.

Los tres años siguientes, Eileen y Aidan vivieron en un piso de una habitación en la zona sur del centro, descargando ilegalmente películas extranjeras, discutiendo por la forma de repartirse el pago del alquiler, haciendo turnos para cocinar y lavar los platos. Lola y Matthew se prometieron. Alice ganó un lucrativo premio literario, se mudó a Nueva York y empezó a mandarle emails a Eileen a horas extrañas del día y de la noche. Luego de golpe dejó de escribirle, borró todas sus cuentas en redes sociales, ignoró los mensajes de Eileen. En diciembre, Simon la llamó una noche y le dijo que Alice estaba en Dublín y que la habían ingresado en un hospital psiquiátrico. Eileen estaba sentada en el sofá, con el teléfono pegado a la oreja, y Aidan junto al fregadero, aclarando un plato bajo el grifo. Cuando Simon y ella terminaron de hablar, se quedó ahí sentada al teléfono, sin decir nada, y él tampoco dijo nada, se hizo un silencio. Vale, dijo él al fin. Vete si quieres. Unas semanas después, Eileen y Aidan rompieron. Él le dijo que estaban pasando muchas cosas y que los dos necesitaban espacio. Se volvió a casa de sus padres, y Eileen se mudó con una pareja casada a un piso de dos habitaciones en la zona norte. Lola y Matthew decidieron organizar una boda modesta en verano. Simon siguió respondiendo sin tardanza sus correos, invitaba a Eileen a comer fuera de vez en cuando y se guardaba sus asuntos personales para sí. Corría el mes de abril, y varios amigos de Eileen acababan de marcharse de Dublín o estaban en ello. Iba a fiestas de despedida, con el vestido verde oscuro de botones, o con el vestido amarillo del cinturón a juego. En salones de techo bajo y lámparas de papel, la gente se le ponía a hablar del mercado inmobiliario. Mi hermana se casa en junio, les decía ella. Qué ilusión, le respondían. Debes de alegrarte mucho por ella. Ya, es curioso, decía Eileen. La verdad es que no.

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