¿Por qué son tan cursis las portadas de las novelas escritas por mujeres? De Liane Moriarty a Elena Ferrante
Las cubiertas de libros firmados por autoras a menudo utilizan tonos pastel e imágenes estereotipadas, ¿se debería romper con esa norma o es mejor abrazar lo femenino?
Es posible que la escritora australiana Liane Moriarty esté en uno de los mejores momentos de su carrera. Desde que HBO diese luz verde a la adaptación televisiva de su bestseller Big Little Lies, y la serie sobre las Cinco de Monterrey se transformase en un éxito tanto para el público masivo como para la crítica más elitista, sus novelas se han sacudido el polvo de las estanterías de saldo y han vuelto a situarse en las mesas de preferencia.
Liane Moriarty se ha convertido en la escritora que mejor narra las vicisitudes de las mujeres blancas de clase media-alta, obsesionadas con el mundo de las apariencias y paralizadas por el miedo al qué dirán, incapaces de lidiar con la frustración y que viven sofocadas por la culpa –porque, si lo tienen todo, ¿por qué se sienten tan desgraciadas?–. Sin embargo, la prosa de Moriarty convierte los problemas de las mujeres ricas en universales, valiéndose de elementos como la amistad, la sororidad o la empatía, sus novelas reflejan que todos los seres humanos son susceptibles al sufrimiento, al miedo y a las dudas. Incluso los más privilegiados. En una realidad tan influida por las redes sociales donde las apariencias cada vez tienen más peso en nuestras sociedad, apuntar a la toxicidad de vivir en la mentira creada de puertas para fuera por decisión propia es un elemento fácil de identificar para los lectores de Moriarty.
El reconocimiento y aplauso de la crítica especializada por la obra de Moriarty se ha visto reflejado en la nueva forma de vender a la autora desde las editoriales que la publican alrededor del mundo: una simple comparativa entre sus portadas pre y pos Big Little Lies muestra cómo el halo de seriedad que envuelve el contenido producido por la HBO también ha tocado los libros de la escritora. Las portadas de ediciones antiguas de Moriarty recuerdan al chick lit más playero –con cupcakes, casas de playa o estrellas de mar en sus portadas estadounidenses, o tartas, globos con forma de corazón y mujeres con faldas y tacones en las españolas–, asociado siempre a novelas menores, menos serias, típicamente «femeninas» y que terminan irremediablemente en la categoría de placer culpable pero jamás en la de buena literatura. Ahora, las portadas de Moriarty han adquirido tonalidades más oscuras y típicamente masculinas –como el gris o el azul– o son directamente neutras (blancas). Para todos los públicos y no solo destinadas a las mujeres, las nuevas portadas son más cuidadas y sofisticadas que las anteriores, más evocadoras y menos literales. Dicho de otro modo, estas portadas son más HBO: serias y cargadas de simbolismo y profundidad. Gracias al sello de aprobación de la cadena que trajo a nuestras pantallas aquellas series que la crítica considera las más valiosas e imprescindibles de la televisión (como The Wire o Los Soprano), los libros de Moriarty han cambiado de envoltorio para demostrar que aunque fuera literatura femenina, ahora es literatura universal.
El problema de las autoras con las portadas ñoñas
En el año 2010, la escritora Lionel Shriver escribió una columna para The Guardian en la que explicaba los problemas que había tenido con sus distintas editoriales cuando le sugerían portadas para sus novelas y por qué le molestaba que le hicieran propuestas de portadas «típicamente femeninas». Shriver había ganado el Orange Prize en 2015 por Tenemos que hablar de Kevin, la historia de un adolescente sociópata que perpetra una masacre en su instituto contada a través de la narración de su madre. La obra de Shriver intercala a protagonistas masculinos con femeninos y sus historias se caracterizan por su dureza y por narrar hechos desagradables, feos e incómodos. Nada que se le parezca a «una muchacha joven y atractiva con una pamela, mirando el horizonte en un campo en un enfoque suave y tonos pastel», como le propusieron para Game Control, una novela que trata sobre dos personas y un plan para matar a un billón de seres humanos para controlar el futuro de la raza humana.
«La noción que muchas editoriales tienen de ‘lo que las mujeres quieren’ es anticuada y condescendiente. En la era de Venus Williams, lo chicloso no siempre es el camino al corazón de las mujeres. Aun así, los editores asumen que las mujeres solo compran libros de aspecto suave que parece que solo tratan sobre mujeres, cuando no es así. De hecho, las mujeres, al contrario que los hombres, compran libros escritos por –y que tratan sobre– los dos sexos», escribía Shriver en la columna antes de arrojar datos: «En Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, el 80% de los lectores de ficción son mujeres».
Shriver no solo tenía un problema con el desconocimiento que las editoriales parecían tener sobre las mujeres o con la desconsideración hacia el 80% de su público, sino también con la manera de apartar a las escritoras del centro de la literatura para situarlas a los márgenes: «Cuando mis novelas se empaquetan exclusivamente para mujeres, no solo me están quitando una parte vital de audiencia sino que me están etiquetando como una autora a la que el establishment literario puede obviar con facilidad. Estereotipando mi trabajo también se insulta a mis lectoras, que pueden acreditar que presentar mis novelas como algo dulce, suave y ‘femenino’ es como ponerle un vestido a un rottweiler».
En esta misma línea se expresaba la periodista Eugenia Williamson en una pieza en el Boston Globe titulada Cover Girls y que trataba sobre los clichés de las portadas de libros escritos por mujeres: «El marketing afecta la forma en la que ambos géneros perciben los méritos artísticos de un libro. Los elementos estereotípicamente femeninos –un tubo de pintalabios, la espalda desnuda de una mujer– pueden descalificar sutilmente una novela del mundo de la literatura seria».
¿Y por qué no abrazar lo femenino?
Es como el dilema del huevo o la gallina: por un lado, las portadas en tonos pastel que hacen uso de elementos femeninos estereotipados hacen que el libro presente un aspecto frívolo y de menor calidad y sitúa a las escritoras en una posición de inferioridad puesto que, trate de lo que trate su novela, simplemente se presentará como una obra «para mujeres». Por otro, aproximarse a través de la cubierta de un libro a una falsa neutralidad –entendiendo que esa neutralidad está hecha a medida de los estándares masculinos – y rechazar todo lo que históricamente se ha relacionado con lo femenino es otra forma más de perpetuar la idea de que lo femenino es, de alguna forma, peor que lo masculino y universal. Como bien expresó Rebecca Solnit, autora de Los hombres me explican cosas, en una columna en Literary Hub: «Un libro sin mujeres a veces se dice que trata sobre toda la humanidad, pero un libro con una mujer en primer plano es tan solo un libro de mujeres».
La escritora Elena Ferrante decidió abrazar lo femenino y no pedir disculpas por ello. Cuando su saga Dos Amigas –la trepidante historia de amistad de dos mujeres desde la infancia hasta la vejez en la violenta Nápoles de después de la guerra– llegó al mercado anglosajón, las rotundas buenas críticas sobre lo espectacular de su prosa y de su narración siempre aparecían acompañadas del comentario sobre lo atroz de sus portadas. Ferrante, que desde el inicio de su carrera se mantiene en el anonimato y escribe bajo pseudónimo, añadía misterio al misterio con la elección de unas portadas sin gusto ni aparente relación. Algunos detractores expresaron que las portadas «parecían postales de felicitación de supermercado, de novela rosa mala o incluso de anuncio de Viagra».
La sorpresa llegó cuando los editores de Ferrante en Italia admitieron que las portadas eran intencionadas, como apuntó Sandro Ferri, responsable de las ediciones en Europa: «La llamada vulgaridad es intencionada. No queríamos la clásica portada literaria diseñada para una audiencia de lectores ultrasofisticados… las novelas de Ferrante son una mezcla de literatura popular e intelectual. Queríamos comunicar eso a través de las portadas«. O Sandra Ozzola, compañera de Ferri: «Elena ha aprobado las propuestas de todas las portadas. Ella estuvo de acuerdo en la decisión de escoger concienzudamente imágenes ‘sin clase’. Y le ha sorprendido bastante las dudas expresadas por algunos de los lectores. Tenemos la sensación de que mucha gente no ha entendido a lo que estábamos jugando: vestir una historia extremadamente refinada con toques de vulgaridad».
Lo que Ferrante y sus editores más cercanos hicieron fue demostrar a la crítica que no se debe juzgar un libro por su portada. Y más especialmente si la portada lo único que muestra son imágenes de mujeres. Como apuntó Emily Hartnett en un análisis de la estrategia de Ferrante publicado en The Atlantic: «Aunque las portadas de Ferrante puedan parecer muy trilladas, hay poco de ellas que resulte condescendiente para las mujeres. No aparecen flores ni copas de Martini ni bolsas de compras ni tacones altos. Son simplemente imágenes haciendo cosas que las mujeres, de hecho, hacen de vez en cuando: mirar al horizonte, sujetar a un niño, estar en la playa. Y aun así, la simple idea de ‘mujeres haciendo cosas’ ya se ve como algo poco literario». Si la sola idea de mostrar mujeres ya resulta poco literaria, quizás las autoras y sus editoriales sí que deberían seguir mostrando más y más mujeres en sus portadas.
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