Por qué nos encanta odiar ‘And Just Like That’, pero queremos otra temporada
La serie brilla más cuando coloca en su centro el poder de la amistad femenina, su motor y su corazón. Ni Che puede arruinar eso.
“Me encanta Sex and the City. No he visto todos los episodios. No soporto And Just Like That. No me he perdido un solo segundo”. Podría haber escrito este tuit, no muy original, en las últimas semanas. A nadie le habría extrañado leerlo en la red social más descreída y listilla. Sería uno más de los que han alimentado esta emoción ambivalente en torno a la serie de HBO Max y que ha superado a la propia serie.
Viví durante unos años en Nueva York. Durante esa época, en la primavera del 2000, recibí la visita de unos amigos españoles. La misma tarde de su llevada quise ejercer de anfitriona y los llevé al Village. Caminando por sus calles encontramos un rodaje, algo tan habitual en la ciudad como los bagels. Un momento, un momento: reconocíamos esa melena y esa escalera. Estábamos, por pura serendipia, viendo rodar Sex and the City, que se había estrenado en 1998 y ya era un éxito global. Teníamos delante a Carrie Bradshaw sentada en las escaleras de su casa. El capítulo que se filmaba era aquel en el que ella decide que va a dejar de fumar; a su vera estaba John Corbett. Mis amigos podrían haberse tomado un avión de vuelta a España esa misma tarde y el viaje les habría compensado. Aún atesoro ese recuerdo. Fue como ver a la alcaldesa de Manhattan en su despacho.
La serie de Darren Star, en ese momento, ya había impactado. Sarah Jessica Parker era una estrella y había arrastrado con ella al resto del casting. El libro de Candance Bushnell era un best-seller. La serie dibujó un Nueva York burgués y amable en el que se bromeaba ante la posibilidad, aún remota, de que alguien quisiera vivir, motu proprio, en Brooklyn o Queens. Se comenzaron a organizar rutas por Manhattan para seguir los pasos de Carrie, Miranda, Charlotte y Samantha. Fendi vendió muchas baguettes. Nunca había mesa en Pastis. Corríamos a Magnolia Bakery a comprar muffins: nunca volvimos a llamarlos magdalenas. Sex and the City fue un fenómeno cultural extraordinario porque era una serie extraordinaria. Sus 94 episodios eran artefactos de 20 minutos en los que todo encajaba. Cada uno tenía, como mínimo, un momento muy brillante y, con frecuencia, muchos más. Yo la veía cuando me acordaba. Aún hoy me faltan muchos capítulos. Apenas la comenté con nadie. Cuando desapareció no la eché de menos. Sin embargo, he sacrificado tiempo de trabajo por ver And Just Like That (en adelante AJLT), he madrugado un viernes para ver el capítulo del jueves, he mandado audios de cuatro minutos comentando una escena. El 15 de enero escribí este tweet, no demasiado inspirado, pero lleno de pasión. “And just like that ella terminó ingiriendo 35 minutos semanales por las mechas de Sarah Jessica Parker y el maquillaje de Sarita Choudhury”. Ya estaba dentro, ya estaba en el Carriverso, como ha denominado Entertainment el universo paralelo de Carrie. Ojalá me hubiera inventado ese nombre.
And just like that ella terminó ingiriendo 35 minutos semanales por las mechas de Sarah Jessica Parker y el maquillaje de Sarita Choudhury. pic.twitter.com/oJEAuwBP4T
— Anabel Vázquez (@anabelvazquez) January 15, 2022
La serie, creada en esta ocasión por Michael Patrick King, está repleta de elementos adorables y de momento embarazosos. Con los primeros se contaba, con los segundos no tanto. Este fenómeno trasciende el placer culpable, expresión a desterrar porque los placeres siempre deberían ser orgullosos. En el idioma inglés, siempre al quite de la vida, existe el verbo to hate-watch que no tiene equivalente, en su precisión, en castellano. Aquí se necesitan palabras para decir lo mismo: el placer que se encuentra viendo algo que se está detestando. Ese resorte es el mismo que nos mueve cuando alguien se cae y miramos o cuando somos testigos de un accidente. En este caso, además, las víctimas de dicho accidente llevan una ropa escandalosa.
Más allá del chascarrillo, este apasionamiento por AJLT tiene una explicación psicológica. Mariló Pérez García, Psicóloga en GrupoLaberinto, lo justifica de varias maneras. La más sencilla es Ley del Cierre: “En las series hay una trama, una historia que tiene un inicio y un final, por lo que si dejamos una serie a la mitad no conoceremos ese desenlace, no habremos cerrado esa historia, lo que provoca malestar”. Y continúa dando razones: “También puede ocurrir que una serie haya generado cierta polémica por diferentes razones y que nos genere la curiosidad de poder formar nuestra opinión y ser parte de la crítica social (de nuevo respondiendo a ese sentimiento de pertenencia grupal). Esta es una explicación aplicable a muchas series, pero necesitamos una acerca de los sentimientos ambivalentes de AJLT. Esta psicóloga la da: “Hay ciertos personajes que pueden generarnos sentimientos de amor y de odio al mismo tiempo, dos emociones muy intensas y que, aunque parezcan contrapuestas, pueden convivir en un momento dado. Experimentar esas emociones tan intensas y ambivalentes es justamente lo que puede producirnos ese enganche.” La culpa es de la dopamina, que va y viene y a la que siempre esperamos. Es de esta hormona, del mundo que nos rodea, de la necesidad de evasión que tenemos, de las mechas de Carrie y de los chistes pésimos de Che Díaz. Lo queremos todo. Lo odiamos todo.
AJLT se estrenó el 9 de diciembre, cuando medio planeta caía, como fichas de dominó, con alguna variante del COVID. Si se hubiera diseñado en un despacho un momento mejor para lanzar la serie no se habría acertado. Durante los 40 minutos que dura cada episodio, al menos, no estábamos haciendo un test de antígenos. Las plataformas no proporcionan datos de audiencia, pero Dealine ha publicado que ha sido el mejor estreno de HBO Max. Todo ayudaba: las ganas de ver cómo los personajes han evolucionado o envejecido, cada cual que elija su palabra, la curiosidad de ver cómo se adaptan a un mundo en el que ya no son las reinas de la fiesta y, por supuesto, la urgencia de ver cómo irían vestidas las cuatro amigas.
La serie nos lo ha dado todo, pero no como imaginábamos: en su urgencia por tocar todos los debates de su tiempo AJLT se convierte en un timeline de Twitter. Antes del minuto cuatro del primer episodio ya habían aparecido: 1) Varias personas racializadas 2) Canas 3) Edadismo: “Hay cosas más importantes en la vida que parecer jóvenes”, dice Miranda. Mientras, ellas, de cincuenta y pocos años, hablan de sí mismas como ancianas. En el minuto 3:42: ya se ha mencionado Instagram, los podcasts y ha aparecido una persona no binaria. Todo eso ha ocurrido cuando ni nos ha dado tiempo a fijarnos en el estilismo de Carrie: lleva dos bolsos. La serie se desfonda haciendo checks (alcoholismo incipiente, check, relación lésbica, check, rabina judía, check) y es un placer criticarla por eso desde el sofá.
El personaje en el que se han cebado las críticas y las redes sociales ha sido el de Che Díaz, interpretado por Sara Ramirez. Díaz concentra todo lo que está mal en la serie: la necesidad, que nadie le pide, de quedar bien con su tiempo. Guillermo Alonso explora este fenómeno de manera minuciosa en ICON: Por qué nadie quiere a Che Díaz: análisis del personaje más controvertido de ‘And just like that’. En él, Paloma Rando resume porqué Che ha provocado tanta incomodidad: “Es una predicadora con chistes de más o menos gracia, no una humorista con intenciones, y a nadie le gusta que le sermoneen”. La serie nos hace revolvernos en el sofá en muchas ocasiones y tendríamos que preguntarnos por qué: quizás nos preocupan envejecer más de lo que pensamos, quizás somos conscientes de vivir en burbujas sin hacer nada por evitarlo, quizás, quizás, quizás.
La serie se estrella queriendo ser la cronista de su tiempo, pero brilla en… su brillo. Las actrices son estupendas, hemos anotado los nombres de los cafés para cuando vayamos a Nueva York y da gusto ver el trabajo de los departamentos de arte, peluquería y maquillaje. No hay una serie actual que se regodee tanto de la moda como AJLT. En ella no solo es constructora de identidad, sino puro disfrute. Es justo lo contrario a lo que ocurre en Emily in Paris, otro ejemplo mucho menos interesante, de hate-watching; en la serie de Netflix hay un vestuario disparatado, pero el efecto es hasta triste: en ella sus protagonistas se visten sin ilusión y lo que llevan te saca de la serie, no te sumerge en ella. El documental que rodea AJLT confirma la relevancia del vestuario en la serie, que ha sido diseñado por Molly Rogers y Danny Santiago. Esta pasión por la ropa y la moda lo invade todo y convierte a la serie en algo digno de ver. Una escritora que vive en un apartamento de una habitación tiene el armario de una princesa saudí, Charlotte pasea al perro vestida de Balenciaga. La suspensión de incredulidad la comenzamos en 1998, cuando se estrenó su antecesora, y continúa. Qué felicidad. Qué disparate. Ahí radica uno de los atractivos reales, sin cinismo, de la serie que, además, sigue vendiendo todo lo que aparece en ella. Según Love the Sales, una vez que Miranda apareció con el bolso Bucket de Loewe, las búsquedas aumentaron un168 %. Las del vestido de Dries van Noten que llevaba en la misma escena aumentaron un 1,150 %. En este reboot, además, hay huecos por los que se cuela un vestuario, igual de disparatado, pero más inesperado. El momento en el que Carrie pasea por su barrio fumando con guantes de goma vestida de Batsheva nos cuenta que ahora ellas se visten para ellas y esto es revolucionario. En AJLT hay fantasía, hay dinero y hay peinados cuyo mantenimiento cuesta el salario mínimo interprofesional de este país. Se pueden aguantar los monólogos de Che Díaz a cambio de disfrutar de la melena esponjosa de Sarah Jessica Parker.
Más allá del artificio, la serie se eleva, en momentos, en el fondo. Vemos con ternura cómo las protagonistas sufren por los males clásicos de la vida: desamor, duelos, presión social y un mundo que no siempre entienden. Y brilla aún más cuando coloca en su centro el poder de la amistad femenina, su motor y su corazón. Ni Che puede arruinar eso.
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