Placeres de verano | Bañarse desnudo en el río (y que te robe la ropa en la orilla una ondina)
Cuenta una leyenda que cuando las playas se llenan de bañistas que apestan a crema solar, algunas sirenas de mar nadan río arriba para pasar el verano con las ondinas, sus parientes de agua dulce.
Cuenta una leyenda (que me acabo de inventar) que cuando las playas se llenan de bañistas que apestan a crema solar, algunas sirenas de mar nadan río arriba para pasar el verano con las ondinas, sus parientes de agua dulce. No todas consiguen llegar porque en Europa hay alrededor de un millón de obstáculos (y esta cifra incluye los 372 embalses españoles) que fragmentan los ríos. “Las presas y azudes afectan a la biodiversidad, pero también a numerosas actividades económicas como el turismo y la pesca. Su eliminación es urgente pero nos referimos a infraestructuras que no van a comprometer ni el riego ni la producción hidroeléctrica. Es importante señalar esto porque circulan bulos diciendo que España derriba presas en plena sequía y son absurdos”, explica Tony Herrera, presidente del Centro Ibérico de Restauración Fluvial en alusión a la guerra cultural que la ultraderecha se trae con la falsa destrucción de pantanos. Sé perfectamente que cuando Herrera se preocupa de la biodiversidad se refiere a los peces que no pueden ir a desovar a las montañas o a las especies que sufren cada vez que se instala una represa para aumentar la capacidad de una playa fluvial; sé que cuando habla de “turismo” no se refiere a la visita de las sirenas, pero a mí, que soy de El Bierzo, una comarca a medio camino entre Galicia y Asturias perteneciente a León (la provincia de España con más kilómetros fluviales) que atesora 26 ríos, otros tantos arroyos y varios valles fluviales (además de un pantano franquista), me gusta recrearme en las leyendas (no en los bulos). Y me pregunto si las criaturas mitológicas de la costa que consiguen abrirse paso desde el océano hasta mi tierra le pillarán la gracia al rollo fluvial, porque no es para todo el mundo y mucho menos para los amantes de la playa. El río es lo opuesto al dolce far niente de la arena, de la vida contemplativa de chiringuito, del quedarse dormido en la toalla. Bañarse en el río, sobre todo en una poza, la versión más sostenible de ocio fluvial y la que recomiendan los ecologistas porque es una zona de baño naturalmente creada por la corriente, requiere esfuerzo y equilibrio, por eso las ondinas tienen piernas cubiertas de escamas, no cola.
Bañarse en el río es, a su manera, un ejercicio de mindfulness porque exige atención plena para no partirse la crisma al pisar una piedra cubierta de limo, para nadar contra un caudal que nos quiere arrastrar como a cantos rodados y para asumir la gélida temperatura de un agua que te congela hasta el líquido sinovial; y sin embargo, la aventura recompensa al que sepa apreciarla. Quien consigue subirse indemne a esa roca donde da el sol en medio de un sombrío cauce se siente invencible y descubre lo contrario de la soledad. Porque en el río uno siempre está en salvaje compañía de los zapateros que, como maestros de kung fu, son capaces de caminar sobre el agua, de las nutrias o renacuajos que asoman entre los juncos y los jacintos de agua, de los pájaros, como el chochín, que sale de su nido de musgo para hacer tertulia en las ramas de las hayas, los castaños o los álamos negros, seres vivos también que a veces ponen zancadillas con sus raíces (jamás hay que arrancarlas). En medio de esa multitud sin humanos hay quien hasta se anima al adanismo y deja la ropa en la orilla. Más de uno no la ha encontrado al volver porque las ondinas, como las sirenas, son muy traviesas.
Yo no he llegado a verlas, pero a un cronista viajero llamado Acacio Prat que vaya usted a saber por qué recaló a finales del siglo XIX en El Bierzo, se le apareció una en sueños y le contó su historia: antes de convertirse en sirena de río era humana. Se llamaba Borenia y pastoreaba los rebaños de ovejas baladoras de su padre, el caudillo astur Médulo, quien controlaba unos yacimientos de oro codiciados por los avariciosos romanos, que habían conseguido ya controlar toda Europa. El César mandó a la zona a un emisario llamado Carisio para guerrear con Médulo, pero éste se volvió loco de lujuria cuando vio a su hija: “Si me das su mano, nuestra alianza será pacífica”. El padre, que no es que fuese aliado feminista, sino que no quería ceder el oro, se negó, y hubo una cruenta batalla que ganaron los romanos. Cuando la pastora se enteró de la derrota y comprendió el amargo destino que la esperaba, lloró tanto que su llanto inundó todo hasta dar lugar a un lago bajo el que se instaló, convertida ya en una ondina llamada Carissia. El lago, Carucedo, se puede ver todavía hoy desde las Médulas, un yacimiento de los años 26 a 19 a. C. (Patrimonio de la Humanidad) en el que los romanos reventaron con la potencia de cientos de arroyos las entrañas de una montaña de arcilla y cuyas ruinas son un monumento a la fuerza creadora y destructora del agua y del hombre.
Según la tradición, las ondinas tienen como misión cuidar de los ecosistemas fluviales. Supongo que Carissia ahora estará llorando de nuevo: su lago se cierra cada dos por tres al baño por vertidos fecales que han estimulado la aparición de un alga tóxica y los expertos (como Alfredo Ollero, profesor de geografía física de la Universidad de Zaragoza al que sus hijos llaman “cuidador de ríos”) dicen que el cambio climático, cómo no, amenaza seriamente a los ríos (también a los de El Bierzo) cuyos caudales «son cada vez más irregulares, con estiajes y crecidas torrenciales, y cuyos cauces cada vez son más estrechos y encajados». Ojalá esto también fuese un bulo o una leyenda, pero no lo es.
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