Laura Lis y Dagoberto Rodríguez, una vida entre arte de La Habana a Madrid
Dagoberto Rodríguez y Laura Lis dejaron Cuba pensando en volver hace 14 años, pero echaron raíces en Madrid, donde viven en una casa repleta de arte. Ahora él desarrolla su carrera en solitario, lejos de Los Carpinteros, y ella explora la escultura y los NFT.
Se conocieron bailando salsa. “Había cortado con mi novio de ocho años, estábamos casados, de hecho. Llevábamos como un mes separados y yo estaba triste”, recuerda Laura Lis (La Habana, 38 años). A Dagoberto Rodríguez (Caibarién, 53 años) le llamó la atención “esa muchacha triste” que conoció en casa de su amigo el pintor conceptual Raúl Cordero. “Pero nuestras primeras salidas no eran de salsa, eran más bien de bolero, íbamos a un sitio en La Habana que se llamaba El gato tuerto. Allí actuaba Ivette Cepeda, que era la única persona que cantaba los temas de La Lupe, una música que estaba prohibida en Cuba, esos boleros tremendos que después Almodóvar usó en sus películas. Me sorprendió que a Lali [como él llama a Laura], que era más joven, le gustara esa música”, precisa Dagoberto en la terraza cubierta del patio de su casa en una zona residencial del norte de Madrid. La pareja cambió de país casi sin pensarlo, al poco de conocerse. En Cuba, Laura había sido deportista profesional, formaba parte del equipo nacional de vela y competía en esquí acuático y kitesurf hasta que en el año 2000 una lesión del túnel carpiano la alejó del deporte. Dagoberto era ya entonces un artista reputado. En 1992 había formado con Marco Antonio Castillo Valdés el colectivo artístico Los Carpinteros, cuya obra había llegado a museos como el MoMA PS1 de Nueva York o el Lacma de Los Ángeles.
“Elena y Norman [Foster] nos invitaron a hacer una exposición en Ivory Press a Los Carpinteros. Yo no tenía tantas ganas de salir, pero Lali y mi otro carpintero me empujaron mucho a venir acá”, relata Dagoberto. Se instalaron en 2oo9 en un apartamento de la calle Génova, Laura vio por primera vez la nieve en España. A los dos les llamaba la atención el ruido del tráfico. “En La Habana no había ruido, solo el del aire acondicionado ruso BK-1500”, coinciden. “Antes de vivir aquí nos hemos mudado muchas veces. Después de Génova nos fuimos a plaza de Castilla, donde he visto los atardeceres más bellos de mi vida, luego a General Perón y a Fortuny, que es donde pasamos el confinamiento”, enumera ella. Esa experiencia los llevó a buscar una casa con jardín. “No fuimos los únicos, muchísima gente salió de la ciudad después de la cuarentena, se mudó a la periferia”, apunta él. “Esta casa tiene algo de habanero”, asegura Laura, “cuando Nicolás [su hijo] la vio dijo: ‘Mamá, esto se parece a Cuba’. Tiene algo que nos traslada a nuestra casa de la playa en Brisas del Mar y a la del Vedado en la ciudad de La Habana”. No han dejado de viajar allí, aunque reconocen que su sitio ahora está en España, donde ella se ha volcado en el desarrollo de su faceta artística, diseñando joyas que han evolucionado hacia esculturas cada vez de mayor formato, como el pecho gigante de su serie Votiva que quiere instalar en el jardín; asegura que le interesa “conquistar el exterior” con sus próximos trabajos. “En Cuba encuentras las cosas básicas para vivir, imagínate para hacer arte”, lamenta Laura, tras lo que Dagoberto añade: “No vivimos como exiliados, pero esto es un exilio, nos acomodamos y nos aclimatamos, pero estamos aquí y no en Cuba”. Su país, sostiene, “ha dejado de ser un Estado en el sentido occidental de la expresión. Cuba más bien es una especie de finca mal gestionada, se nota el desinterés del Estado cubano por su gente”.
Él estudió en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana en los noventa. “Mi formación estaba enfocada en la docencia. Me entrenaron para ser un profesor de arte, no estoy entrenado para vivir de esto. Se supone que mi misión era mucho más social de la que tengo, aunque eso mi arte no lo ha perdido, siempre tiene una función social”, afirma. En 2018 Los Carpinteros —cuya obra está presente en las colecciones de centros como la Tate Modern de Londres o el Pompidou de París— separaron sus caminos y él inició su carrera en solitario. “Ese diálogo que antes tenía con un alter ego que era mi compañero pasó a ser una especie de monólogo, que también es importante”, reflexiona. Ahora comparte un estudio con Laura. “Allí trabajamos juntos pero no revueltos. Dago sabe que cuenta conmigo y yo también con él, pero hay un respeto de lo que es su obra y lo que es mío”, señala Laura. “Es un espacio permeable, cada uno es el sistema de alarma del otro, pero sin intervenir”, matiza él.
En su casa repleta de obras, propias, de otros artistas como la brasileña Valeska Soares o el alemán Frank Thiel e incluso de creaciones de su hijo, no dejan de debatir sobre arte. Por ejemplo, Dagoberto se muestra escéptico en lo referente al mundo de los NFT y Laura quiere volcarse en ese formato digital. “A mí me parece una oportunidad, el mundo se está convirtiendo en algo más digital y es el presente y va a ser el futuro”, subraya ella. “Pero puede ser una playa donde viene a morir mucho mal arte”, comenta Dagoberto. “Por eso creo que va a perfeccionarse y va a ir por un camino más distinguido y estricto”, indica Laura, que ya está experimentando en ese campo. Coinciden, sin embargo, en que “el arte es lo que hace que una casa sea humana”. Recuerdan que la creación siempre estuvo presente en sus hogares. Dagoberto creció en una localidad con mar donde la gente iba a pintar marinas, dice que de ahí le viene la obsesión por bocetar que atestiguan las libretas, bolis y lapiceros repartidos por toda su vivienda: “No nos quedan paredes casi. Nosotros siempre probamos las dimensiones de lo doméstico utilizando nuestra casa como medida. Si tu obra está en un espacio doméstico quiere decir que tu mensaje, tus ideas, están llegando a otras personas”.
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