Gran estratega y generosa con sus numerosísimos amantes: así construyó su mito Catalina la Grande
Con una nueva serie sobre su figura por estrenar, repasamos cómo planeó su escalada al poder, la imagen que transmitía y forjó su leyenda.
El 18 de junio se estrena en España en la plataforma Starzplay The Great, una serie sobre la vida de Catalina la Grande, emperatriz rusa, con Elle Fanning de protagonista. Quizá les suene, no es la primera. Recientemente, Helen Mirren protagonizó otra. Además, desde 1920 se han hecho incontables películas sobre esta monarca. Su vida, compleja, enrevesada y con muchos espejismos, ha generado muchísima fascinación. He aquí algunas de sus claves.
Intrigante y estadista
La construcción de la imagen de Catalina empieza con su matrimonio con el futuro rey Pedro III a los 16 años, promovida por la zarina Isabel I de Rusia, con la idea de que se trataría de una esposa de poco peso que no generaría demasiado ruido. En ese momento, empieza su transformación de la aristócrata prusiana Sofia Augusta Federica Anhalt-Zerbst a la Gran Duquesa Catalina Alekséievna de Rusia. Para cimentar la idea de una futura consorte devota al pueblo ruso, Catalina se sumergió en el estudio del idioma y la historia, hasta tal punto que corrió el rumor de que enfermó de neumonía estudiando descalza por las noches. El subtexto era que estaba dispuesta a arriesgarlo todo, incluida su salud, por su pueblo.
Como consorte resultó un fiasco. Pero precisamente porque no servía para consorte sino para estadista internacional: al comenzar a entender que su marido estaba destinado a ser un rey sin peso alguno ni preparación decidió tomar las riendas palaciegas, trabó alianzas y forjó intrigas duraderas. Es decir: preparó un golpe de estado, y con un ejército de catorce mil hombres y vestida como coronel del ejército, arrestó a su marido y le despojó del trono. Pedro abdicó prácticamente sin oponer resistencia. Unos días más tarde murió estrangulado, no se sabe si con conocimiento de su esposa o no. Ella se convirtió, así, en la emperatriz Catalina.
Pese a lo frágil y endeble de la política cortesana, logró permanecer en el trono durante décadas, y expandió el imperio ruso hacia el sur y el oeste. Tal era su poder que cuando asumió el trono su hijo Pablo, incapaz de estar a la altura de su reinado, estableció la norma de que ninguna mujer pudiera volver a reinar en Rusia.
Intelectual e ilustrada
El sobrenombre de Catalina la Grande fue obra de Voltaire, con quien la emperatriz mantuvo una larga y fascinante correspondencia. Catalina se consideraba a sí misma una intelectual, además de una estadista. Hablaba varios idiomas y era una apasionada del arte: fue ella la encargada de iniciar la colección pictórica que acabaría siendo el museo Hermitage en San Petersburgo.
Sus intereses, entre los que se contaba la arquitectura, la pintura flamenca y el diseño de parques y jardines, hizo que su corte se llenara de arquitectos, filósofos, científicos y artistas. La reina adquirió la biblioteca completa de Diderot y fue bautizada también por Voltaire como la “Estrella del norte”.
Su pasión por la Ilustración tuvo entre sus mejores acciones la defensa de los derechos de las mujeres y su acceso a la educación, y la creación de un sistema sanitario y la inmunización de la población contra la viruela, que amenazaba seriamente a su país. De hecho, Catalina fue una de las primeras en inocularse la vacuna para demostrar su eficacia.
Apasionada y generosa
Sus detractores hicieron circular una enorme cantidad de bulos en vida sobre su desaforado apetito sexual para intentar desacreditarla. Alguno de ellos ha trascendido hasta hoy, y ninguno resulta verosímil.
Aun así, lo cierto es que Catalina tuvo varios amantes, prácticamente desde el inicio de su reinado. Los historiadores creen que pudo haber tenido entre 12 y 22 parejas, que dan crédito a sus propias palabras: “No puedo estar ni una hora sin amor”. Entre los más relevantes están el oficial del ejército Serguéi Saltykov, más que posible padre del heredero Pablo I, el diplomático Charles Hanbury Williams, Estanislao Poniatowski, padre de una de sus hijas, y el oficial Grigori Orlov, posible padre de otro de sus hijos.
De entre todos, el estadista y militar Gregorio Potemkin fue el más importante, y pese a que su romance apenas duró dos años, establecieron una relación duradera hasta la muerte de él. Se trataba de un hombre culto, un buen consejero y un estratega brillante, como ella. Tal es así, que fue Catalina quien le ordenó expandir el imperio al sur de Rusia y juntos maquinaron guerras, tratados y alianzas con Turquía, Suecia, Inglaterra, Prusia y Francia.
Él, a su vez, le aconsejó amantes en su ausencia. Su relación, abierta y ambiciosa, fue la más satisfactoria de todas las que tuvo Catalina. Cuando Potemkin murió, ella escribió cartas a sus confidentes en las que se refería a él como su “pupilo”, su “amigo” e incluso su “ídolo”.
A diferencias de otros reyes, como Enrique VIII en Inglaterra, que se deshacía sin contemplaciones de sus esposas, Catalina era muy generosa con sus amantes. A todos les regaló palacios y buenas sumas de dinero para pasar el resto de sus vidas, y alguno se llevó algo más: Poniatowski se convertiría en rey de Polonia gracias a Catalina, Orlov adquirió el título de conde, el militar Zavadovski fue subido de rango a general y se le adjudicaron mil sirvientes de por vida.
Déspota, absolutista
La imagen intelectual de Catalina era calculada: quería demostrar a la nobleza rusa que no era una mujer decorativa, ni una estúpida, sino una monarca capaz de gobernar con la fuerza necesaria de los tiempos de monarcas absolutistas. Su correspondencia con los intelectuales europeos estaba destinada a mejorar su imagen, que había quedado fijada durante mucho tiempo como la asesina de su marido y una viuda indecente. De ahí que abrazara muchas causas liberales y aborreciera algunos tipos de censura.
Pero no hay que olvidar que Catalina era una monarca de poderes absolutos y obró en consecuencia. Su reforma legislativa, muy aplaudida en su momento, negaba los derechos de los siervos, que en ese momento eran cinco millones de personas. Otro ejemplo: Catalina suprimió los derechos a los ciudadanos judíos en 1785, que a partir de ese momento pasaron a ser considerados población extranjera. Después se les obligó a vivir en lo que se denominó la zona de asentamiento, al occidente del imperio -incluye lo que hoy en día es Bielorrusia, Lituania, Moldavia, Polonia, Ucrania y la parte occidental de Rusia- y se les prohibió acercarse a las grandes ciudades. Empezó, así, la gran etapa de antisemitismo del siglo XIX que desembocaría en los linchamientos multitudinarios, conocidos como pogromos.
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