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Ariel Levy: «El feminismo tenía razón cuando dijo ‘¡Mira mi cerebro!’, pero se olvidó del lado animal»

La periodista del New Yorker relata en sus memorias qué pasa cuando vas a Mongolia embarazada de cinco meses para un reportaje y pierdes a tu bebé sola en un baño frío de un hotel. Entonces vuelves a casa, te divorcias de tu mujer y todo parece derrumbarse. También es un tratado para entender a un periodismo en extinción y cómo ningún ser humano, aún teniendo una vida plagada de privilegios, puede tener todo lo que quiere.

Ariel Levy.
Ariel Levy.Cortesía de Rey Naranjo.

Cuando Ariel Levy (Nueva York, 1974) quedó para comer con el mítico David Remnick, sudó tanto en aquel restaurante que no dejaba de pensar en Albert Brooks en Al filo de la noticia. El editor más venerado de EEUU la tanteaba para un posible puesto en el New Yorker. Ante aquel espectáculo y ataque de nervios, Remnick gritó al camarero que alejase de la joven la bandeja con toallitas calientes. También sucumbió al ingenio de la periodista cuando ésta le dijo que si los extraterrestres solo pudiesen informarse por su revista, llegarían a la conclusión de que a los seres humanos no les importaba mucho el sexo, cosa que, como todos sabemos, es falsa. También le recordó que  si ella de algo sabía era escribir sobre sexo y género y que de eso no había mucho en el New Yorker. Le contó la historia de Lamar Van Dyke, activista líder de una pandilla de lesbianas separatistas y lo conquistó. Fue la primera historia en la que trabajó después de que la contrataran en 2008, tras trabajar doce años en el New York Magazine. Desde entonces, sus textos en el semanario de Condé Nast cotizan al alza y se devoran con la expectación y alegría que producen esos festines a los que solo accedemos en fechas señaladas.

No fue ni su exquisito encuentro con Nora Ephron ni su reportaje sobre la corredora Semenya los que le valieron el premio al mejor ensayo en los Magazine Awards. Se lo llevó en 2014 con Acción de Gracias en Mongolia, donde relató en primera persona cómo dio a luz a solas, a los cinco meses de embarazo, en el frío baño de un hotel de Ulán Bator mientras preparaba un reportaje. El bebé murió a los minutos de nacer, sobre su regazo y antes de que llegase el equipo de emergencias. Mientras tanto, su matrimonio se desintegraba. Su mujer, alcohólica, escondía las latas de cerveza por donde podía y ella todavía cargaba con las consecuencias de una aventura con un hombre con el que ya mantuvo una relación años atrás, antes de que éste transicionase de género. Levy volvió de Mongolia sin bebé, se divorció, perdió su casa y empezó a cartearse con el «apuesto» doctor sudafricano que atendió su aborto tardío espontáneo en Ulán Bator. Acción de Gracias en Mongolia sentaría las bases de Vivir sin reglas (Rey Naranjo, 2019), las memorias que publicó en 2017 y que se traducen ahora al español. Allí, Levy hace un alegato sobre la necesidad de hablar de nuestros cuerpos y deseos más animales frente a la dictadura del reloj biológico. «Un día eres muy joven y luego, de repente, tienes treinta y cinco años y ya es hora. Tienes que reproducirte o se acabó», escribe. Una memorias que prueban que hasta su vida, cargada de todos los privilegios y bienestar que acompaña a la clase acomodada, no está exenta de los golpes inesperados y tragedias personales que nos hacen a todos igual de mortales y vulnerables. Charlamos por teléfono con esta entusiasta y vivaz periodista antes de que se hiciese público que ha sido la coautora que ha dado el tono y forma a las polémicas memorias de Demi Moore.

¿Escribir sobre el duelo de perder a tu bebé ayuda a cerrar heridas?

Es parte de un todo. Ha mejorado con el tiempo, pero no sé cuánto de ese duelo que va desapareciendo tiene que ver con el tiempo que ha pasado o con el hecho de haber escrito sobre ello. Escribí sobre mi pérdida justo cuando tenía que pasar el duelo en sí, así que nunca sabré si me ayudó o ha hecho que todo pase más rápido. El duelo, en realidad, es tiempo. Eso es lo que es. Es como un trabajo que tienes que desarrollar. Te levantas y te tienes que enfrentar a ese duelo hasta que sea soportable. Sigues con tu vida de forma aparentemente normal pero lo llevas encima.

Cuando escribiste sobre la pérdida del bebé en Mongolia, ¿te pusiste algún límite que no querías cruzar?

Solo pasó. No pensé mucho ni le quise dar muchas vueltas. Empecé a escribirlo y fue muy fácil. El ensayo sobre el que se basa el libro fue sencillo de escribir. La única decisión que tomé en sí fue la de publicarlo, pero tampoco fue difícil tomarla. Eso también lo tenía clarísimo. Cuando lo terminé solo pensé: ‘Vaya, todo esto es por lo que he pasado’. También pensé que tenía que existir para esas mujeres que han pasado por esta situación, para que se vieran reflejadas en cierta forma y puedan leer sobre lo que les ha ocurrido. Cuando lo escribí era muy difícil encontrar textos sobre estas experiencias, sobre abortos tardíos. No es algo que vieses en el arte o en la cultura. Yo di a luz y por un momento mi bebé vivió, pero después murió. Era importante anunciar lo que me había pasado. Contar que estaba orgullosa de mi bebé. Como madre de esa persona necesitaba decir a todo el mundo: ‘Esta persona existió. Aunque viviese unos segundos, existió’.

En el libro hablas sobre la crisis de identidad que supuso experimentar el amor maternal durante los minutos que el bebé estuvo vivo y el choque que supuso volver a EEUU sintiéndote físicamente una madre («los pechos rebosando leche») pero ser percibida por el resto como una mujer sin hijos.

Me llevó muchísimo tiempo superar aquello. Intenté tener otro bebé y no pude, así que durante muchísimo tiempo ha sido muy doloroso. Lo intenté, pero no he podido ser madre. Ha sido increíblemente duro. Es como si hubiese intentado alterar la realidad, la quise cambiar, pero no pude. Así que me tuve cambiar a mí misma, a mi propio cerebro, para tratar de resituarme.

¿Cuánto tiempo lo estuviste intentando?

Oh, dios mío, ¡han sido años! He dedicado años de mi vida a esto.

Y ahora, ¿en qué punto estás?

No sé si estás al tanto de esto, pero una de las cosas que ha pasado es que me he casado con el doctor que aparece en libro. Vivimos juntos, nos casamos y está siendo maravilloso. Ha sido una experiencia muy bonita que me ha hecho darme cuenta de que puedo ser feliz. Esta es mi nueva unidad familiar. Somos una pequeña familia de dos. Y tengo dos hijastros con él. Respecto a mi voluntad de tener hijos, llegué a un momento en el que tuve que parar. Fue duro ser consciente de ello, pero tuve que hacerlo.

“Escribí una historia sobre madurar y darte cuenta del poco control que tenemos en la vida”. Te iba a preguntar si tuviste la sensación de poder controlar y cerrar mejor tu propia historia al escribir el libro, pero viendo lo que te pasó después parece ser que es una ecuación complicada.

Una de las lecciones que aprendí al escribir Vivir sin reglas es que no puedes controlar la narrativa de tu vida. Es obvio, pero es tal cual te lo digo. El mensaje del libro era que no todo lo que deseas en la vida, como el hecho ser madre, se va a cumplir. No lo alcanzas aunque pongas toda tu energía e ilusión. Mira por todo lo que he pasado después, seguí intentando tener otro bebé, seguí intentando rebelarme y hacer que mi vida fuese tal cual quería. Como dices, he vuelto a tener que aprender la lección. Darme cuenta de que esto no va a pasar, que existe algo que no te da el poder de controlar. Fue difícil. Fue doloroso. Pero así es la vida, ¿no? Ser madre podría haber sido maravilloso pero no pasó. Me enamoré de una persona, esa persona se enamoró de mí. Nos casamos y no puedo creer que haya funcionado pero lo ha hecho. ¡De locos! Esto, por ejemplo, es una cosa maravillosa que nunca esperé que me podía pasar. 

Dices que estas memorias deben entenderse como un proyecto feminista frente a la falta de narrativas sobre el embarazo, menstruación, nacimiento y menopausia. Desde que las publicaste (2017 en EEUU) sí que se ha notado un cambio de paradigma en estas temáticas y discursos. ¿Cómo lo valoras?

Se puede haber hablado de ello, sí, pero existe una carencia muy grande si lo valoramos desde el aspecto animal de la propia mujer, tanto en arte como en literatura apenas se ha mencionado. No sé, creo que son aspectos privados que las mujeres no han querido contar mucho en público.

¿Nos olvidamos de ese aspecto animal que dices porque el feminismo ha centrado sus esfuerzos en la lucha socioeonómica?

Ese ha sido el objetivo del movimiento feminista que todas conocemos: que se nos tomase en serio y de forma igualitaria en base a nuestro cerebro y a no nuestros cuerpos. El feminismo tenía razón cuando dijo ‘¡Mira mi cerebro!’ pero se olvidó de la parte animal de las mujeres. Obviamente, tiene todo el sentido que haya pasado así, pero no hay nada de malo en admitir y destacar estas experiencias que vivimos como mujeres, que ocupan un lugar crucial e importantísimo, que marcan nuestras vidas. 

“Queríamos ser jóvenes aventureras y madres de mediana edad. Queríamos intimidad, autonomía, seguridad y estar estimuladas. Pero no pudimos tenerlo todo”, escribes. ¿Seguimos siendo incapaces de comprender que no podemos ‘tenerlo todo’?

Ningún ser humano puede tener todo lo que quiere. No importa si eres hombre o mujer. Forma parte del proceso de convertirte en adulto, entender que no todo el mundo lo tiene todo.

Las nuevas generaciones parece que lo han comprendido mucho antes que nosotros. Son mucho más conscientes de la emergencia climática y la estructura precaria que les hemos dejado.

Sí, pero espero que puedan tener cualquier cosa que deseen. ¡Espero que el planeta aguante para ellos!

A propósito de tu voluntad de rebelarte frente a la familia normativa contaste en una entrevista: “Invertir los roles y estructura de la familia tradicional no te lleva de forma directa al paraíso”. ¿Sigues creyendo en la domesticidad?

¡Amo la domesticidad! Creo que es genial. Mira, justo lo pensaba esta mañana: cuando era más joven, todo lo que quería hacer era viajar y ver el mundo; ahora, solo espero no tener que dejar mi casa y poder cuidar siempre de mi jardín. Solo quiero estar en casa, supongo que la domesticidad fluctúa muchísimo en función del estado de vida en el que te encuentres, ¿verdad?

En el libro hablas sobre tu primer artículo en el New York Magazine en los 90, en la génesis de la cultura de Internet. Después de 20 años, y pese a todos los cambios que el periodismo ha tenido, sigues teniendo algo que escasea en el gremio: tiempo. Puedes pasar hasta semanas con los personajes a los que vas a entrevistar y después perfilar para el New Yorker. ¿Cómo lidias con este nuevo escenario en el oficio?

Afortunadamente para mí, el New Yorker es vieja escuela. Todavía puedo vivir del trabajo como siempre lo he entendido. Espero que dure. El New Yorker, por ahora, sigue creyendo en ese tipo de periodismo en el que te tienes que tomar el tiempo que necesites y ser lento si es necesario para tu objetivo. Yo siempre he creído que tiene que ser así, por lo que es genial. No sé cuánto durará.

¿Te sientes cómoda con este tipo de periodismo acelerado que se ha implantado, en el que Twitter es una baza informativa crucial? ¿Tú no tienes redes, verdad?

¡Tengo una cuenta de Twitter! La verdad es que nunca la utilizo, no he conectado nunca con esta forma de periodismo ni con las redes sociales en general. No son mi fuerte. Mientras exista la vieja escuela a lo New Yorker seré feliz. La verdad es que no sé qué haría si no existiera, no sé si encajaría en este nuevo paradigma o cuál sería mi lugar en él.

En las memorias también hablas sobre los miedos e inseguridades que te asaltan cada vez que tienes que viajar para cubrir una historia. ¿Todavía tienes esa sensación?

Sí, ¡por supuesto! Siempre me pongo nerviosa y pienso: ¿Va a funcionar? ¿Esto va a salir bien?

Creo que es un dato que sorprende a tus lectores, tus perfiles o reportajes no desprenden la sensación de que hayas estado nerviosa en algún momento.

Claro, porque en el momento que te pones a escribir ya no tienes que estar preocupada. Ya lo has hecho, estás sentada para escribirlo y ya tienes lo que necesitas. La angustia te asalta al principio, cuando te preguntas si va a conseguir lo que buscas. Cuando escribo no tengo miedo.

¿Qué  le dirías a un periodista que empieza? ¿Qué consejo te hubiese gustado recibir cuando empezabas y nadie te dijo?

El problema es que, profesionalmente, existe un mundo totalmente distinto al mío o cuando yo empecé. Si alguien se mete al periodismo ahora no sabría qué decirles. Simplemente no entiendo el nuevo mercado de trabajo y en lo que se está convirtiendo. Mira, esto no tiene nada que ver, pero para que te hagas una idea: mi hijastro mayor estaba estudiando una ingeniería y decidió abandonar la carrera antes de terminarla. Mi marido y yo no nos lo podíamos creer. ‘Oh, dios mío, cómo ha podido dejarlo, ¡no tendrá el título!’, nos decíamos una y otra vez. Seis meses después consiguió un trabajo increíble como programador, con unas condiciones increíbles. Ahí nos dimos cuenta de que no entendemos el mundo tal y como funciona ahora. ¡Pensábamos que su vida se iba al traste y le va genial! Así que el único consejo que le daría a cualquier tipo de escritor es que siga escribiendo. No pares de hacerlo, porque esa es la única forma para mejorar. No pienses en ello, no hables sobre ello. Hazlo. Escríbelo. ¿Pero dentro del gremio del periodismo? Ahí no tengo ni idea de lo que está pasando. Soy un dinosaurio.

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