Ella Fontanals-Cisneros: “Podrán hacer muros enormes de piedra, pero no controlar el espíritu”
La coleccionista nos habla en su casa de Madrid del futuro de su museo de arte latinoamericano tras romper las negociaciones con el Ministerio de Cultura y sobre la novela inspirada en su vida que está escribiendo.
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En lugar de un piso la residencia madrileña que Ella Fontanals-Cisneros tiene en el barrio de Chamberí parece una galería de arte. Hay esculturas, fotografías, instalaciones y pinturas en cada esquina. Obras de Joaquín Torres-García, Johanna Calle, Gego, Elena Asins, Antoni Tàpies o Wifredo Lam. Sobre la bañera, encima de la chimenea, integradas en la pared del pasillo. La coleccionista adquirió este piso en 2015, pero no ha sido su primera casa en Madrid. «La primera estaba en Montalbán. Después me mudé aquí de alquiler, era de la familia March, y la compré. La tumbé y la rehíce con Luis Bustamante», precisa. Esa reforma derivó en un enfrentamiento con su vecina Carmen Lomana, que Fontanals zanja diciendo que fue «una situación muy fea».
A sus 75 años, casi ha perdido la cuenta de las casas en las que ha vivido. No siente nostalgia: «Tengo pocas ataduras a ciertas cosas como las casas, a pesar de que me encanta arreglarlas y he tenido un negocio inmobiliario. Nunca he tenido reparos en abrir la puerta y salir solo con una maletita. Me gusta la belleza, pero no tengo apego». Nació en Cuba en 1944 y cuando tenía 13 años su familia emigró a Venezuela a raíz de la revolución. No olvida su casa de La Habana: «Me parecía grandísima, con terrazas enormes, mi padre había hecho en el patio una gruta como la de la Virgen de Lourdes… Pero al volver años después vi que era normal, no grandiosa». En Caracas conoció a su exmarido, el millonario Oswaldo Cisneros –con quien tuvo tres hijas–, emprendió varios negocios y comenzó a adquirir obras de arte. Ahora es una de las coleccionistas más destacadas: en 2002 creo su fundación (Cifo), ha tenido su propio museo privado durante tres años en Miami y el pasado febrero anunció el final de sus negociaciones con el Ministerio de Cultura español para crear con sus obras un museo de arte latinoamericano en la Tabacalera de Madrid. «Ha sido doloroso y desilusionante», subraya sin descartar «explorar vías de financiación privadas». Mientras, aprovecha para escribir. Los reveses no suelen detenerla; está volcada en una novela inspirada en su vida que espera publicar este año.
¿Cómo será ese libro? ¿Hablará de cómo dejó Cuba?
Es una novela basada en mis memorias. La mitad ficción, la mitad real. Contaré cómo cuando llegué a Venezuela era para mí una aventura. Mi padre murió al año siguiente, nos quedamos allí y nos convertimos rápidamente en venezolanos. No nos dejaron volver más nunca, Castro cerró la entrada.
Su hermano se quedó en la isla, no siguió a la familia.
Sí, él se quedó. En la novela tengo más hermanos; a mi hermano real lo vi en Londres, años después, un poco a escondidas. No lo quiero contar todo, no me va a quedar nada para el libro…
¿Cómo fue su adolescencia en Venezuela?
Fantástica, porque aunque tuve que trabajar y hacer muchas cosas que nunca habría imaginado, estuvo llena de amor.
Dio clases de natación e inglés, tuvo boutiques, una galería…
Soy una emprendedora desde los 15 años. Enseñé natación porque era lo único que sabía hacer. Me di cuenta de que era un plus para alguien como yo, que no sabía gran cosa de nada.
¿Por qué le atrajo la moda?
Entonces en Caracas todo era muy clásico, no había moda para la gente joven. Abrí una boutique supermoderna, llevé una marca que se llamaba Parafernalia, de éxito en Nueva York.
¿Descubrió a algún diseñador interesante?
Vi en una revista a un joven diseñador de Santo Domingo que hacía cositas aquí y allá. Dije: ‘Va a ser grande’. Era Oscar de la Renta. Le pedí a mi novio, que luego fue mi marido, que los recogiera en su avión a él y a su socia para que vinieran a Caracas, y abrí allí una boutique de Oscar de la Renta.
¿Cómo fue su relación con él?
Mientras no fue muy conocido tuve una relación muy simpática con él y su socia, fui varias veces a Santo Domingo. Y después se me perdió, en el sentido de que yo vendí la boutique, salí de eso, porque me interesé por el arte y abrí la galería. En ese momento él ya empezó a tener un nombre, desapareció de mi vida. Lo vi dos o tres veces en Nueva York, pero fue distante.
¿Ha pensado exponer su armario?
He guardado ropa que me hicieron Lancetti o Valentino, lo veo como un recuerdo que quiero pasar a mis hijas. Pero no he pensado en exponer. Tengo muchas joyas de artista, de Julio Le Parc, Louise Bourgeois…
¿Cuál es su máxima a la hora de comprar una obra de arte?
Me llama mucho la atención cuando hay algo abstracto, es algo que nace en mí. En la figuración todo es muy obvio.
¿Establece un presupuesto?
Traté de tener un presupuesto, pero es difícil: voy a un sitio, veo algo que me interesa y necesito tenerlo. Es curioso, porque a la vez sé que no lo tengo; los coleccionistas somos guardianes solo, nada de eso se lo lleva uno. Es el instinto de preservar la belleza.
¿Se valora el arte latinoamericano?
En el MoMA o la Tate siempre se le ha prestado atención. Otros museos no. Tal vez Latinoamérica era una región que estaba ahí y pocos visitaban. Antes se podía coleccionar una zona muy específica por muy bajo coste. Hubo una época en la que comprabas un Gego por 30.000 dólares, y hoy vale dos millones. Un Lygia Clark costaba 30.000 o 50.000 y hoy día cuatro o cinco millones. Nos han incluido en lo que debíamos estar hace años.
En su colección hay una buena representación femenina. ¿Debe prestarse más atención a las artistas?
Este momento es muy crítico; antes era porque no existían las artistas latinoamericanas dentro del ámbito del arte, o existían y no les daban valor. Ahora queremos decir que estamos presentes e ir al otro extremo. Artista es artista, no importa si eres mujer, hombre… Todo el mundo debe ser igual.
¿Le interesa la relación entre política y arte? Tiene piezas de artistas activistas como Ai Weiwei y Jenny Holzer.
De ella tengo mucho, pero no lo compro por su valor político, sino porque creo que el artista está expresando su propio sentimiento a través del arte, transfiere el momento en el que vive, su cultura y sus sentimientos con sus obras.
En Miami tuvo su propio museo, ¿ha cambiado mucho la escena artística allí en los últimos años?
Cuando yo abrí había poquísimos coleccionistas y me costaba arrastrar a gente allí. Traje exhibiciones del Pompidou y del Reina Sofía. Lo hacía por amor al arte, lo pagaba yo todo, cada visitante me costaba 500 dólares. A Miami le ha costado crecer y ser una ciudad de cultura, dejar de ser la ciudad del paseo y la playa. Ahora hay más oferta, pero aún le falta mucho.
¿Cómo vive ser mujer latina en Estados Unidos? Este año dos latinas, Jennifer Lopez y Shakira, arrasaron en la Super Bowl.
Sí, qué bueno que haya gente como esa y que muestren frente a todos el valor que tenemos. Es un país donde hay 60 millones de latinoamericanos y en tendencia a subir. Si el crecimiento sigue a esta velocidad, ¿por qué Trump no quiere que haya más? Porque ve peligrar la idiosincrasia del inglés.
¿El muro tiene sentido?
Podrán hacer muros enormes de piedra, pero estos no pueden controlar el espíritu, y eso sucede quiera él o no, haga un muro o no haga un muro.
¿Cómo es el museo donde sueña con ver su colección?
Imagino salones experimentales con el arte para el futuro y una conjunción de artistas latinoamericanos y europeos.
¿Cree que lo verá pronto hecho realidad?
Siempre pienso que tiene uno que soñar para que se realicen las cosas. A lo mejor hay otra salida, el camino es prestar obras a muchas entidades… El futuro dirá. Es una gran decepción, pero no estoy atada a un solo pensamiento. He sido futurista siempre. Miro hacia delante, soy una mujer de acción.
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