El imprescindible olor a tomillo
«La Navidad es una putada, provoca ansiedades con tanta necesidad impuesta. Podemos intercambiar alhucema y recuperar la memoria de lo que fuimos»
Nos ofrecemos regalos para todos los sentidos: libros para leer, discos para oír, delicias gastronómicas y perfumes, pero mi amiga Dulce, el día que iba a morir, fue más original: mandó un mensaje a los amigos contando que su cocina olía a tomillo, que algo sucedía en su cocina, tal vez la vida. Entonces supe que el olor a tomillo es indispensable en las casas y, sobre todo, es urgente y necesario para la buena gobernación del mundo, porque es la señal obvia de que se preparan alimentos en vez de urdirse tramas rocambolescas para condenar al hambre a millones de personas.
El tomillo, desde Dulce, debería ser el símbolo de la cordialidad, dice mi amiga Inma, aunque se teme que no le hagamos mucho caso a esta propuesta y, en cambio, se cumpla el título de Rafael Sánchez Ferlosio y Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Miriam, quien ya siembra tomillo en su huerta vasca y articula una forma distinta de compartir, dice que hay que llevar tomillo a las manifestaciones y a las fiestas, que es una bandera con la que presentarse y desconcertar a los hombres que creen que un perfume de marca enmascara el fétido olor de la última operación de Bolsa que propusieron y que dejó en la calle a miles de trabajadores.
O sea, que vamos a regalar tomillo en Navidad. Para ponerlo en guisos, en pastas o en un jarrón de la cocina. Intercambiemos recetas, dice María del Mar, a la que lo simbólico le importa menos que un escabeche. Pues sí, podemos agasajarnos con los buenos olores que nos humanizan, y colmar los sentidos disfrutando de piezas extraordinarias que la modernidad pone a nuestra disposición, como una sinfonía que podemos oír en casa, toda la Filarmónica para nosotros, a cualquier hora, en cualquier habitación, una foto impresionante que da tono a un espacio privado, o un libro de Alice Munro con el que entender mejor las pasiones que llevamos debajo de la piel y a las que no queremos renunciar.
En estas fiestas, ya está dicho, se ofrecen regalos para todos los sentidos, quizá hasta lancen colecciones de preservativos con campanitas y aplausos, aunque no podremos recuperar la Navidad más hermosa, aquella en que nevó tanto e hicimos un muñeco en la calle; la que celebramos con un novio tras haber vencido todos los obstáculos sociales con mentiras inverosímiles; o la otra en la que, a base de mucho reciclar, conseguimos regalos para hermanos que ya casi ni esperaban una distinción…
La Navidad es una putada, dice mi amiga Pepa, provoca ansiedades con tanta necesidad impuesta. O no, dice Inma, siempre podremos intercambiar simples paquetitos de alhucema y recuperar con ellos la memoria de lo que fuimos cuando se ponía un puñadito en los braseros y la casa fría se transformaba en un paraíso. Eso sí, olvidando lo malo, quedándonos con nuestro mejor yo. María del Mar responde, levantando una copa: por declaración universal y porque vamos a cocinar con él, regalaremos tomillo; hay que conseguir que sea el olor del mundo. Y lo dice tan convencida que las carcajadas de los cínicos se desvanecen, son humo malo empujado por el mensaje que una mañana recibimos de mi amiga Dulce: «La cocina huele a tomillo, algo pasa en esta cocina, tal vez la vida».
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