Siete reglas básicas para tener buen sexo sin que afecte a tus compañeros de piso
Los bajos salarios y el precio de la vivienda condenan a las nuevas generaciones a compartir casa. Es necesario imponer ciertas reglas para salvaguardar la intimidad sexual sin que la convivencia con el resto sufra.
La perspectiva de poder adquirir una vivienda con los ingresos provenientes de la actividad laboral es ya una nostalgia vintage, una utopía, una fantasía que las series de televisión y películas siguen recreando al margen de la realidad, como si los guionistas no tuviesen ya relación alguna con el mundo tridimensional. ¿Se han fijado en los amplios y confortables hogares de las camareras norteamericanas, los artistas y hasta las prostitutas low cost de la ficción?
Y cuando hablo de adquirir me refiero también al hecho de alquilar un habitáculo para uno solo/a; porque los desorbitados precios superan ya a los salarios (cuando no los doblan) y las cuentas no salen. Las nuevas generaciones están condenadas a compartir casa hasta que la muerte los separe, a no ser que les toque la lotería, se metan en política o den el braguetazo/calzonillazo. ¡Qué todo puede pasar, no hay que ser negativos!
Un reciente artículo del diario inglés The Guardian hablaba de un estudio llevado a cabo por el English Housing Survey, que revelaba que el promedio de edad al que los ingleses abandonan el nido materno se ha retrasado hasta los 33 años (en España hasta los 34). Al mismo tiempo, una predicción de la Resolution Foundation adelanta que la mitad de los millennials todavía estarán compartiendo casa a los 40 en el Reino Unido. Desde el punto de vista erótico, esto significa que las nuevas generaciones no gozarán de toda la privacidad que tuvieron sus padres, lo que, muy probablemente, afecte a su vida sexual.
Pero, ¡si solo fueran las nuevas generaciones!, porque esto afecta también a sus padres y madres, muchos de ellos divorciados y con ganas de retomar su vida erótica, que ven como sus hijos los sorprenden haciendo manitas, u otras cosas, en el sofá del salón. A lo largo de mi vida he sido pillada por los padres y por los hijos (cuando yo estaba con su progenitor), porque de todo hay que experimentar en esta existencia, y les aseguro que lo segundo da más corte, aunque también rejuvenece, tanto o más que un sérum de ácido hialurónico.
Los que han compartido casa y comparten, saben de sobra que los compañeros de piso, por muy bien que te lleves con ellos, tienen un cierto papel ‘castrador’ en la vida y libertad sexualidad del individuo. El sexo no es igual cuando uno cuenta con un apartamento con salón, baño privado y habitación, a cuando se dispone solo de una sala con una cama pequeña cuyos muelles rechinan, en una casa llena de gente. La paradoja del ultracapitalismo es que nos condena a un sexo de realquilados al mismo tiempo que exige que traigamos niños al mundo para asegurar la mano de obra del futuro.
Yo misma guardo a mis espaldas todo un historial de casas compartidas, aquí y en Londres, donde la escena es todavía más surrealista. Por eso, ante la imposibilidad de vivir solo/a, o a la espera de que el feliz acontecimiento ocurra en algún momento de nuestras vidas, se impone la necesidad de crear ciertas reglas para paliar los efectos del síndrome ‘falta de intimidad’ tan propio de las casas-comuna. Apuntamos algunas básicas, que deberían cumplirse a rajatabla.
1. Novios: dormir sí, vivir no
Veo y me cuentan que una norma muy común, hoy en día, en las casas compartidas, es que se prohíbe traer a las parejas a dormir, como en cualquier casa de señoritas de la posguerra; e imagino que la idea no se debe ya tanto a la moral sino a la teoría de ‘mejor no dar la mano para que no te cojan el brazo’. ¡Cuántos novios/as vinieron solo a pasar una noche y se quedaron horas, días, meses! Durante años compartí casa con tres chicas más en Chamberí (Madrid) y la dueña, que nos alquilaba habitaciones por separado aunque no vivía en la casa, tenía la norma de oro de “ni hombres ni animales”. Cuando la ocasión merecía la pena, todas practicábamos la desobediencia civil. La cuestión era cómo. Recuerdo el novio valenciano de una de nosotras. Encantador, que venía algunos fines de semana y nos hacía unas paellas deliciosas. Hubo también una alemana que trajo a su chico a vivir a Madrid gratis durante un mes. No nos avisó y el interfecto era un armario ropero que se hacía con el mando de la tele. Aquí ella infringió la norma por partida doble (animales y hombres). Y también hubo una chica que trajo a su novia, arquitecta, a vivir dos meses, mientras le reparaban su apartamento y, a pesar de que ganaba el triple que cualquiera de nosotras, se negó a pagar su parte de los gastos comunes (luz, gas, Internet).
De todo esto se deduce que lo ideal es que las parejas abandonen el hogar de buena mañana y, en caso de que permanezcan más tiempo, debe ser con el consenso del resto. Tampoco estaría de más que, en esta situación, se hicieran querer y mostraran un talante, cuanto menos, colaborativo.
2. Evitar las muestras de afecto desmedido en los espacios comunes
Eva (38 años, Madrid) recuerda como una de sus muchas compañeras de piso, a quien ella califica como muy «descontraída», le ofreció algunos espectáculos porno, sin ella pedirlos. “Una noche llegue a casa y la vi en pleno salón con su novio, a mitad de faena, y también la pillé en el baño, otro día, por la mañana con otro. Se habían olvidado de cerrar por dentro”. Eva recuerda con risas estas anécdotas, pero otras de sus compañeras lo llevaban peor. “No tanto porque trajera a alguien sino por el tema del escándalo y le empezaron a coger tirria a la chica”.
Es evidente que la idea de llegar a casa con alguien, servirle una copa, poner música en el salón e ir avanzando hacia el frente es mucho más atractiva que pasar directamente a la habitación, pero la cuestión no es solo si nos importa a nosotros o no que nos pillen in fraganti, sino la reacción que eso puede provocar en los demás. Algunos pueden ser contrarios al porno en vivo y en directo, y el cien por cien se opone, seguro, a ir al trabajo sin ducharse porque a algunos les ha dado por emular a Sharon Stone y Sylvester Stallone en El Especialista (1994).
3. Poner el sonido en modo avión
Los ruidos del sexo pueden ser muy placenteros para los que los emiten pero no tanto para los compañeros de piso que deben madrugar al día siguiente. Por lo tanto, hay que moderarse y bajar el tono. Una de las compañeras de casa con las que vivió Raquel (42 años, Madrid) fue Betina, una cubana que, de repente, se echó novio. “Yo dormía en la habitación de al lado y una noche me despertó el sonido “ñikiñikiñikiñiki”. Cuando conseguí traducirlo, me di cuenta de que provenía de la habitación de Betina y que era el somier que se movía. Estaba con su novio. Como la cosa no paraba, me levanté y le golpee en su puerta y al momento cesó. A la mañana siguiente decidí no comentarle nada pero días más tarde lo que me despertó, a las tres de la mañana, fueron las estrofas: “A ella le gusta la gasolinaaaaa/ dame más gasolinaaaa”. Evidentemente, captó el mensaje y ocultó el sonido del somier con el de la música. Debió pensar: a todo el mundo le gusta el reguetón o, al menos, la gasolina”.
4. Las puertas cerradas son sagradas
Otra consigna que no se debe saltar es la de abrir puertas de otras habitaciones, especialmente de noche, ya que no se sabe lo que está ocurriendo en esa estancia. Entre buenos compañeros puede pasar que alguien entre en la habitación de otro, pensando que no está, porque se ha dejado allí algo que comparten o que necesita. En esos casos, muchos se inventan códigos para dar pistas a los otros. Por ejemplo, colgar de la manilla de la puerta algún objeto (al modo de los hoteles), para informar al resto de la casa que se está con alguien y se requiere privacidad.
5. ¡Ojo con los chats eróticos!
En las muchas casas en las que viví en Londres; coincidí, en una ocasión, con una chica peruana cuyo novio estaba en Perú y al que llamaba, de vez en cuando, por Skype.
La diferencia horaria hacía que las conversaciones fueran nocturnas y, a menudo, subidas de tono, lo que convertía al chat en porno sudamericano. “Cholona, quítate la trusa (braga) y muéstramelo todo, mami”, susurraba una voz masculina al otro lado del charco. Recuerdo que, al principio, aquellos diálogos fueron muy instructivos, sobre todo en cuando a vocabulario, pero al final ya cansaban y había poca variedad. Una no dormía tranquila esperando a que, en cualquier momento, la compañera de la habitación de al lado se conectara a Internet. A pesar de que era buena gente, respiré aliviada cuando dejó la casa.
6. Las notas informativas son bienvenidas
“En una ocasión compartí hogar con un compañera y, a pesar de todo, amiga con la que tenía un especial feeling”, cuenta Carmen (47 años, Vigo). “Éramos solo dos y cuando alguna se ausentaba, pasaba la noche fuera o tenía previsto estar el día sin pasar por casa informaba a la otra, que podía aprovechar para explayarse con su pareja, sabiendo que tenían toda la casa para ellos. En ocasiones especiales (aniversarios, cumpleaños y demás) pactábamos también tener el piso para una sola (la otra dormía en casa de una amiga). Lo recuerdo todo con muy buen rollo y, claro, hubo momentos en que las dos no teníamos pareja al mismo tiempo. Sin duda ella ligaba más que yo y había épocas en las que yo estaba ‘soltera’ y todos esos favores de dejarla estar sola en casa me los devolvía en forma de cenas, me invitaba al cine o me regalaba cualquier cosa”, recuerda Carmen, para quien la vida en pisos compartidos fue, casi siempre, un lecho de rosas.
7. Y como última opción, siempre está el hotel
Los japoneses inventaron, hace tiempo, los hoteles del amor que no solo utilizan amantes clandestinos sino parejas consolidadas para darse un homenaje, puesto que las casas son muy pequeñas y las paredes oyen. Pero la moda ha llegado ya a Occidente. En muchos se paga por horas y se elige la habitación temática que más se ajuste al imaginario erótico de ambos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.