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Joyas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cómo voy a hablar de joyas en la sección de bienestar

Quizás una joya tenga que ver con eso: con la necesidad de mirar. Las que me interesan de verdad son las vividas

Anabel Vázquez
Anabel VázquezPlató S Moda

Tuve una preamiga que se llamaba Joya. Se pronunciaba “yoia”, era de California. Teníamos veintipocos y quedábamos, de vez en cuando, para hablar inglés y español y, de paso, para tantear si queríamos ser amigas de verdad. Un día, mientras merendábamos, supimos que había muerto Audrey Hepburn. Yo me quedé compungida y ella siguió sorbiendo su café, como si nada. La amistad no llegó a cuajar: con esos mimbres no podría hacerlo. Sin embargo, a veces, la recuerdo porque la memoria tiene sus planes y no siempre coinciden con los nuestros. Ahora me acuerdo de ella, de manera literal, porque me piden que escriba sobre joyas. Qué loca es, también, la imaginación, que en vez de mostrarme la tiara Ansorena o el Trinity de Cartier me lleva a esa tarde de invierno con Joya.

Joyas. Cómo voy a hablar de joyas en una página dedicada al bienestar; no sé si a esa oración colocarle interrogaciones o exclamaciones. Lo primero que se me ocurre es lo más tópico, una frase de las muchas seudoingeniosas que se leen en Instagram: “Sé que me hago mayor porque cada vez me gustan más las joyas”. Elizabeth Taylor nunca la compartió, porque con 39 años ya tenía la Peregrina en algún cajón. Entro en la ducha, que es donde comienzo a escribir todos mis artículos. Tras secarme, busco un agua de colonia y digo: eureka. He encontrado algo. Miro una botella de cristal tallado, paseo los dedos por ella. Pesa y huele a un amanecer cerca del Mediterráneo. Es la Eau de Fleurs de Cédrat de Guerlain. La creó Jacques Guerlain en 1920 y su frasco se diseñó años antes, en 1853, para la emperatriz Eugenia. Lo realizó el cristalero Pochet du Courval y estaba, está, recubierto de 69 abejas, emblema del Imperio. En ese objeto están las características de la joya: algo realizado con talento y cuidado de manera obsesiva, algo que embellece y brilla, aunque no esté realizado en oro. Galileo lo escribió mejor que yo en 1632: “¿Qué mayor tontería se puede imaginar que llamar cosas preciosas a las gemas, la plata y el oro y muy viles a la tierra y el suelo?”. Para él, las naranjas eran joyas. Lo leo en el El país donde florece el limonero, de Helena Attlee. No quiero ser yo quien cuestione a Galileo para que no se me acuse de hereje.

Se me ocurre pintarme los ojos y abro una paleta que está guardada en una caja naranja. Encuentro un pincel pequeño de madera lacada, miro la caja redonda que diseñó Pierre Hardy para Hermès Beauté inspirada en la Bauhaus. Quizás una joya tenga que ver con eso: con la necesidad de mirar. Encuentro los colores pensados por Gregoris Pyrpylis. Quiero jugar con ellos: las joyas que me interesan son las vividas. Yo vivo mucho una crema de manos que llevo siempre conmigo: el ‘huevo’ de Chanel. La Crème Main tiene ya unos años, sus 56 euros son excesivos o justos, depende de si una quiere encontrar o no placer al introducir la mano en el bolso.

La realidad se confabula a mi favor para escribir un artículo sobre joyas en una columna de bienestar. Voy a conocer las joyas de Leandra, una firma española fundada en 2021 por Alejandra Rumeu y Victor Fillat. Hablo con ella y miro las piezas que lleva puestas: no hay ni pizca de nostalgia en ellas y sí muchas ganas de que se vivan. Pruebo los anillos y miro mis uñas burdeos, vulgares a su lado. En mis manos pasan demasiadas cosas y no tienen que pasar tantas: hay que dejar que la pieza brille. Manicura potente, anillos tranquilos y manicura de bailarina, piedras preciosas. Acabo de inventar una norma que yo misma estoy dispuesta a saltarme en cuanto pueda. La Taylor nunca se plantearía algo así. Qué habrá sido de Joya. Ojalá tenga muchas amigas.


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